Iris Díaz Trancho ye maestra y escritora
En los años ochenta mi padre quiso sacarle una fotografía a un hombre que vendía artesanía en una carretera de Los Llanos de Venezuela, al lado del Orinoco. Iba vestido con la ropa propia de los Pumé, uno de los pocos pueblos indígenas que quedan ya en el país. Mi madre acababa de comprale un par de arcos, y la transación imaxen-recuerdo para turistas parecía justa, pero en esa época no eran tantas las personas que cargaban con una reflex y el hombre se sintió especialmente motivado de aparecer en la cámara de aquel reportero que le pedía permiso para retratarlo.
– Yo siempre quise conocer España – le dijo, en una visión amable de las fotos, en la que, en lugar de robar almas, las trasportan.
La afición a la fotografía modesta de mi padre la heredamos los hijos y, en unos años, yo también me vi cargando con la reflex en la maleta (es un decir, evidentemente siempre conmigo arriba) en el razonable periplo vital viajero de los veinte años. En aquel momento, mucho más democratizado lo de las cámaras, ya no hacía falta ser un periodista gráfico del National Geographic para aburrir a parentela y amistades con las fotos del último viaje. Con la imagen del asceta indio con la mirada perdida, la mujer marroquí en el mercado, los niños africanos con los pies descalzos. Y ya por entonces (no pasaron tantos años, jolín, no soy tan vieja), tenía claro que los retratos de personas iban a ser siempre con permiso, explícito hacia mí o implícito en el artista que forma parte de un espectáculo, un desfile o vende su imagen por unas monedas. De no ser así, retratos a distancia o del cogote. Menos impactantes, pero más éticos con las personas que le ponen color a la proyección fotográfica de mochileo chachiguay que toca hacer a la vuelta. Será que no solo heredamos el gusto por los objetivos, también el sentimiento de pueblo indígena que teme ver a so abuela captada mientras riega las plantas en bata, sólo por llevar madreñes. Sí, para eso también vale la identidad. Y la empatía.
Pues si en los noventa y los dosmiles (¿se dirá así?) había llegado la democracia a las cámaras, en la década de la imagen en la que vivimos la afición a retratar, retratarse y aburrir a parentela y amistades en tiempo real, es una realidad que llevamos en el bolso y llamamos teléfono móvil. Casi todo el mundo tiene en la mano, una parte muy importante del día, una gran antena que recoge, da dimensión y hace viajar los contenidos gráficos que capta; pero también los que recibe a través de un amigo o una tía que está a dos mil personas de distancia de la mano que le dio al “click” por primera vez.
Ya superamos ampliamente los tiempos en los que buscábamos en Internet el vídeo de la “Droja en el Colacao” para morinos de la risa, ya no por el pobre José Tojeiro y su imprudencia para abrir la puerta de su casa; sino por ver la imitación de ese añigo que lo clava. Los vídeos “virales” ya no salen de un reportaje de la tele o en una foto en la portada de una revista de la que puedes arrepentirte. Los contenidos salen, a veces de modo inocente, otras intencionada, de la fotografía o la grabación que hemos compartido en nuestras redes sociales, en un grupo de WhatsApp. Como la de aquella niña que hablaba con el pollo mientras dibujaba, un vídeo que han visto millones de personas y que salió de un grupo de mensajería familiar. La difusión de la vida que nos posibilita el móvil se va de nuestras manos en el momento del “click”, porque ya no estamos en una proyección en el salón de casa, estamos en un gran escenario en la que tu imagen puede ser excusa para la risión general de un grupo de chabales en una noche de fiesta. Así es que la inocente madre de “la que has liao pollito”, se vio obligada a explicar en una entrevista para la radio (esto lo escuché yo, con mis orejitas) que el pollito en cuestión era de casa, que estaba bien cuidado y que ellos tenían gallinero y granja; replicando así a las amenazas de algunos chiflados que se hacían llamar animalistas. Así estamos.
No se, pero es raro el día que no me sale un vídeo o un retrato robado en la única red social que me queda. Se cotizan especialmente las de la gente mayor, desconectada, parejas de viejecitos de la mano, amigas tomando un vino o bailando en un concierto. También las de los niños y niñas con perros o gatos, o pegándose un trastazo a lo “Vídeos de primera”. Con la única diferencia de que por entonces eran las familias las que mandaban ese VHS que se proyectaba una única vez. El origen de la imagen del menor y lo que puedan hacer de él las dos mil personas de la cadena no parece importarnos demasiado. Y doy gracias cada por tener una vida “naif” en el algoritmo, porque no se si podría con las imágenes robadas de la pareja achuchándose en la playa, la chica a la que las matonas del instituto acorralan en el baño o el meme del alumno gay o de necesidades de la clase que circula como la pólvora. Después queremos mentes equilibradas en la adolescencia.
Si he sido capaz de construir bien este relato que llevaba meses en mi cabeza, la conclusión casi que es innecesario ponerla. Todas las personas somos reporteras con una reflex encima, pero no todos queremos viajar a tu casa, a tu salón salón, o a ningún sitio. Primero de darle al “click” a una persona desconocida para después partirte de risa a lo Tojeiro, piensa un poco si querías verte, a ti, tu novio, tu abuela, en esa situación. Más empatía o por el menos un poco de educación. Pide el puñetero permiso.