Alejandro Díaz Castaño es director del Festival Internacional de Cine de Xixón (FICX)
Puesta en contexto: Una genealogía comprimida de la era digital.
Parece complicado intentar analizar el papel actual de los festivales de cine (o de otras disciplinas artísticas) sin explicar el contexto de crisis de la distribución “tradicional” que ha corrido paralela a la expansión de Internet y a la popularización de las líneas ADSL durante los últimos años. Desde el punto de vista de una cierta (ya no tan joven) cinefilia, 2002 se nos presenta como una fecha clave en tanto ese año surge eMule, un software gratuito de código abierto que brinda(ba) la posibilidad de compartir, lentamente al principio y más rápidamente a medida que las conexiones fueron incrementando su ancho de banda, versiones digitales no autorizadas de películas de todas las épocas. Estos archivos solían tener un tamaño ligeramente inferior a los 700MB, de modo que podían ser copiados en discos compactos y reproducidos a través de lectores de CD/DVD, tanto en equipos informáticos como en aparatos que se conectaban a la TV e incorporaban software como Xvid, AC3, DivX o MP3, por citar algunos de los códecs de compresión (libres y no libres) de audio y vídeo más populares por aquel entonces.
El auge de estas tecnologías puso en jaque a la industria del home video, pues la calidad de un DivX procedente del ripeo de una copia comercial no desmerecía al lado de un DVD original de la época y resultaba superior al VHS, que fue languideciendo como formato de uso doméstico durante la primera década del presente siglo. Además de no tener coste adicional más allá del de la propia conexión a Internet, la compartición de archivos audio/video a través de clientes P2P permitió disponer de copias digitales en calidad aceptable (para el estándar de la época) de películas no editadas en el país de sus usuarios/as, que se acompañaban de un archivo de subtítulos, generalmente en formato SubRip.
Estas (ya antiguas) nuevas herramientas permitieron que la cinefilia más inquieta tuviese oportunidad de conocer películas y cineastas condenadas al ostracismo por esa misma distribución tradicional. Conectada al fin a nivel global, esta cinefilia ya veneraba, en los albores del nuevo siglo, a cineastas como Hong Sang-soo o Apichatpong Weerasethakul mucho antes de su reconocimiento internacional y les dedicaba artículos elogiosos en los primeros medios digitales de crítica cinematográfica. Y estas herramientas digitales también provocaron la definitiva pérdida de control de los productos audiovisuales por parte de sus autores/as y de los agentes oficialmente implicados en su distribución, que hasta entonces era, grosso modo, la siguiente: Lanzamiento en salas (algunas películas aguantaban varios meses en las carteleras, algo prácticamente inimaginable hoy) + salida en formato doméstico (vídeo / DVD) aproximadamente un año después + exhibición en TV unos dos años más tarde de su lanzamiento en cines.
Durante los noughties (la década de los 2000) las consecuencias de este desarrollo tecnológico nos trajeron noticias hasta entonces insólitas en el ámbito cultural. En 2004, la incipiente (y por entonces aún amateur) banda de rock Arctic Monkeys comenzó a distribuir sus demos de forma gratuita grabándolos en CDs, que repartían en sus conciertos y que después fueron convertidos a formato digital y compartidos a través de Internet por sus primeros fans. Un año después, la banda logró, gracias a ello, firmar por su primer contrato discográfico. En 2007 un grupo de música de fama mundial como Radiohead lanzó su séptimo disco de estudio, In Rainbows, directamente como descarga digital, permitiendo que sus seguidores/as lo descargasen abonando la cantidad que deseasen pagar por él, y también gratuitamente.
La iniciativa de Radiohead puede verse como la definitiva aceptación de su propia crisis por parte de la industria. Inteligentemente, la banda británica decidió adelantarse a la aparición de los ripeos de su disco, que algún usuario/a inevitablemente iba a llevar a cabo nada más fuese publicado, y los ofreció directamente, controlando al menos su calidad de sonido y apelando a la conciencia de sus seguidores/as. En el cine fueron sucediendo acontecimientos parecidos: Abel Ferrara, por ejemplo, llegó a agradecer públicamente que su película Go Go Tales (2007), que tuvo una difusión comercial prácticamente nula en salas y formatos domésticos tras su estreno en Cannes, circulase en formato digital a través de las redes P2P y pudiese ser vista por sus seguidores. Y algunas pequeñas compañías productoras llegaron a ofrecer a los festivales enlaces de descarga de ripeos no autorizados de sus propias películas como alternativa (sin coste) al envío postal de un DVD oficial, algo que ahora se nos aparece como una versión temprana y un tanto punki del incesante intercambio actual de links privados de streaming para consideración.
Finalmente, y aunque en algún momento llegó a parecer imposible que pudiese llevarse a cabo, comenzó la regularización de contenidos audio/video en Internet gracias a la progresiva mejora en la velocidad de transferencia, que permitió que la calidad de los streamings de audio/video, que empezaron a popularizar canales como YouTube a mediados de los noughties, fuera en aumento. Así, FILMIN se funda ya en 2006 y se relanza con muchas mayores dimensión y solvencia técnica en 2010. Por su parte, Netflix comienza a ofrecer su servicio en VoD en 2007. Y en el campo musical, Spotify aparece en el año 2008. Desde ese momento, estas y otras plataformas comienzan a ganar terreno a la distribución tradicional, que prosigue su inexorable crisis, aunque el abaratamiento de costes que implican las herramientas digitales y el cine exhibido en formatos digitales (como el DCP, introducido en los cines comerciales por las majors usando el 3D y la película Avatar como anzuelos), que comienzan a extenderse y a sustituir al 35mm como soporte de proyección en salas comerciales a partir de 2009, permite sin embargo el nacimiento de pequeñas compañías distribuidoras sostenibles que manejan una cantidad discreta de títulos de cine de autor e independiente producido con bajo coste (y por cuyos derechos tampoco es necesario cubrir sumas desorbitadas) y que resultan suficientemente rentables en circuitos non-theatrical formados por salas en centros culturales, museos y otros espacios alternativos a las salas de exhibición comercial.
Los siguientes pasos ya son más recientes y por tanto los resumiremos aún más: Netflix empieza a romper definitivamente la baraja produciendo a grandes cineastas e irrumpiendo en los principales festivales internacionales mientras anuncia que algunas de sus películas no se verán nunca en salas de cine, lo que provoca unas sonadas declaraciones en contra por parte de Pedro Almodóvar durante su presidencia del Jurado de Cannes en 2017. Pero, junto a otras plataformas, Netflix sigue y sigue creciendo y sus películas se cuelan ya en las principales categorías de los Oscars a partir de 2018. Un año después, Alfonso Cuarón obtiene el Premio a la Mejor Dirección con Roma, producción de Netflix que sin embargo no logrará contra pronóstico el galardón a la Mejor Película, decisión interpretable como demostración de fuerza de una industria tradicional, que se reivindicaba así ante el auge de la(s) plataforma(s). Un gesto reaccionario que parece mantenerse si tenemos en cuenta algunos datos reveladores: Entre 2014 (año en que uno de sus productos obtuvo la primera nominación) y 2020, 4 de las 8 estatuillas doradas logradas por producciones de Netflix recayeron en piezas documentales. Además, en 2017 sus títulos obtienen un Oscar con una sola nominación; en 2018 logran un Oscar de 6 posibles; en 2019 logran 4 de 15; y en 2020 el promedio baja a tan solo 2 estatuillas partiendo de 24 nominaciones. A la luz de estos datos, parecería que la industria estadounidense continúa reconociendo aún a Netflix fundamentalmente como fuente de trabajos documentales y no termina de hacerlo en el campo de la ficción. En 2021, con la pandemia de COVID-19 ahondando en la crisis del cine de consumo masivo en salas, la Academia tampoco otorgó el galardón de Mejor Película a una producción de Netflix, que amasó nada menos que 35 nominaciones de las cuales consiguió únicamente 7 estatuillas, todas ellas de las consideradas “menores” y que incluyeron de nuevo el Premio al Mejor Largometraje Documental.
¿Para qué sigue sirviendo un festival de cine en 2021?
Dentro del panorama audiovisual, la irrupción de la pandemia en marzo de 2020 trajo consigo una suerte de batalla fantasmal entre quienes defendían el modelo presencial como única opción para sus certámenes y quienes aceptaban el online como alternativa temporal, a los que se sumaron entidades que llevaban ofreciendo cine a través de streaming desde hace tiempo. El 12 de mayo del pasado año, en entrevista de Gregorio Belinchón para El País, Thierry Frémaux, Delegado General del Festival de Cannes, afirmó “Para mí no es posible un festival online. Eso no es un festival”, declaraciones que pueden (y quizás deben) tomarse como boutade, pero que en el fondo constituyen la lógica prolongación de los ya mencionados primeros roces entre Cannes y las plataformas de streaming. En realidad la situación es bastante evidente: Un festival que quiere (legítimamente) mantener su modelo reacciona ante un modelo de distribución digital al que considera “intrusista”, aunque en realidad sea igualmente legítimo. En este punto quizás no está de más recordar que el término “reaccionario” viene de “reacción” y fue acuñado ya durante la Revolución Francesa…
En marzo de 2021 tuvo lugar la última edición de la Berlinale, que por primera vez en sus 71 años de historia se celebró, por causas sanitarias, íntegramente online. La película ganadora del Oso de Oro fue Bad Luck Banging or Loony Porn de Radu Jude, un cineasta que había elegido Gijón para la premiere española de sus tres largometrajes anteriores (el FICX tuvo también el honor de estrenar mundialmente su cortometraje The Marshal’s Two Executions en 2018). Pocas semanas después, y sin duda gracias a haber cosechado el máximo galardón en este Berlín online, pudimos celebrar que la nueva joya de Jude tendrá distribución comercial en España, sin duda uno de los grandes servicios que los festivales de cine aportan a las obras y a sus creadores/as. No hubo alfombra roja (aunque Berlín no es ni de lejos el festival más dado al derroche del sempiterno “glamour”, siempre había más de una “cara conocida” en la capital alemana), pero sí hubo películas, premios, selecciones en otros festivales, foros creativos, acuerdos de distribución comercial y profesionales trabajando en organizar todo ello (en lugar de en el paro). Y esto, el aprovechar las herramientas digitales para lograr que al menos una parte del movimiento que generan los festivales no se detenga, no nos parece que sea algo reprochable, dada la delicada situación del audiovisual y, en general, de casi todos los sectores de actividad en 2021.
Obviamente, un festival online no cumple todos los objetivos deseables por parte de un certamen cinematográfico. Las satisfacciones que una edición presencial aporta a cineastas, periodistas, público y al propio equipo organizador es incomparable, por no hablar de la dinamización cultural y económica que aportan al lugar en el que se celebran. Pero en un contexto de pandemia como el actual, nos parece igual de legítima la decisión de suspender un festival al no poder salvaguardar su “esencia” sin la presencialidad, que la decisión de poner en marcha una versión online, no retirar el apoyo a cineastas y películas y mantener el compromiso con el público sacando adelante dicha edición virtual. No está de más recordar tampoco en este punto que suspender un festival tiene consecuencias, implica dejar a muchos/as profesionales sin trabajo y dejar a muchos/as creadores/as con pocos recursos sin un apoyo económico y promocional crucial para su supervivencia.
Una programación online bien pensada, dimensionada, gestionada y promocionada puede llegar a generar un boca a oreja virtual equivalente al que se produce en los festivales presenciales. Ahí esta el ejemplo de My Mexican Bretzel, de Nuria Giménez Lorang. La película arrancó en DocumentaMadrid en fase de proyecto en 2018, se estrenó mundialmente y fue premiada por partida triple en Gijón en 2019, pasó por Rotterdam en 2020 también con premio, pero fue el Festival de Cine de Autor de Barcelona (D’A), con su edición 100% online (powered by FILMIN) del pasado año el que culminó el proceso de constatación de que se trata de un título clave del cine estatal reciente. Tras el éxito de su emisión en streaming en el D’A, My Mexican Bretzel fue adquirida por Avalon para su estreno en salas y cosechó dos nominaciones a los Goya, entre otros reconocimientos. En el caso del FICX, la edición online (obligada por las circunstancias) celebrada en noviembre de 2020 fue el punto de partida para que películas tan valiosas como First Cow (Kelly Reichardt) o La Calle del Agua (Celia Viada Caso) hayan logrado la distribución comercial, al igual que Isabella, que gracias al Premio de Distribución logrado en Gijón, se convertirá en la primera película de Matías Piñeiro en lograr distribución en nuestro país.
Las ya no tan nuevas tecnologías han modificado las funciones de los festivales, que con el auge del cine digital -mucho más barato de producir y distribuir que el fotoquímico- han sustituido la labor de “búsqueda” por la de “filtro”, si bien el objetivo sigue siendo el mismo: Revelar lo que permanece invisible, antes por ostracismo de la distribución tradicional, y ahora por quedar arrinconado por parte de los algoritmos de las plataformas. Y estas herramientas también han afectado a la forma de trabajar de los festivales; Desde hace años, por ejemplo, se ha acortado enormemente el tiempo que transcurre entre que el equipo de programación de un festival tiene noticia de una película recién terminada y la posibilidad de visionarla. De hecho a veces es solo cuestión de minutos, cuando hace años era necesario, o bien desplazarse para asistir a su proyección (en un festival o en un pase privado), o bien organizar el envío de un screener físico en vídeo o DVD. Las nuevas formas de visionado, unidas al abaratamiento de costes del digital, han contribuido a engordar enormemente la cantidad de cine que se produce, y los festivales estamos para, entre otras cosas, filtrar y poner orden a ese torrente audiovisual.
A nivel técnico y de gestión de la programación, y pese a que pueda parecer más fácil a ojos de quien no esté familiarizado con nuestra profesión, organizar un pase online resulta casi igual de complejo que organizar una proyección en sala. En ambos casos hay que convencer a (y negociar con) cineastas, productoras y distribuidoras, preparar un subtitulado cuando es necesario, revisar la calidad de las copias que se ofrecerán al público, etc… Cierto es que en el caso del online resulta crucial establecer unos límites en el número de visionados para preservar la posterior circulación de la película y no “quemarla”, pero esto es algo que en realidad también se hace cuando se asigna una sala con un aforo determinado a una película en el caso de las proyecciones presenciales.
Recuperar la presencialidad de los festivales, el cine como experiencia colectiva, el debate cara a cara, y demás aspectos que tanto añoramos ha de ser una absoluta prioridad en 2021 y resulta indiscutible desde todo punto de vista. Pero ello no debe hacernos perder de vista la conveniencia de utilizar, en paralelo, las herramientas digitales como complemento (y “plan B” en caso de emergencia). Pues es un hecho que el visionado online permite llegar a espectadores/as que, con pandemia o sin ella, no tendrían de otro modo la oportunidad de disfrutar de los estrenos de un festival, así como a personas con movilidad reducida o convalecientes. Es también una herramienta fundamental para traspasar las fronteras de lo local y regional, y para (re)encontrar público en otros territorios. Y, concluyo con esto, ¿acaso se puede pensar en dejar completamente de lado las herramientas digitales, lo virtual, en el cada vez más acuciante y complejo reto de llevar al público joven de nuevo a las salas y a los festivales?