José Ovidio Álvarez Rozada es directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de Filosofía

La celebración del 12 de octubre como día de la Hispanidad, efeméride de la llegada de la expedición de Colón a América, y fiesta nacional de España, ha venido acompañada de polémica desde hace años. En torno a esta fecha se contraponen una idealización de las glorias del Imperio Español, característica del nacionalcatolicismo firmemente asentado en el alma del conservadurismo patrio, y una idealización de los llamados pueblos originarios y las sociedades precolombinas, comprensible como elemento que busca denunciar la discriminación y exclusión económica que sufren las poblaciones indígenas, pero carente de ningún rigor analítico y cuyas virtualidades políticas cabría discutir.
En este año 2021, en que se celebra el bicentenario de la Independencia de México, hemos asistido a las declaraciones cruzadas del presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, quien ha solicitado al rey de España y al Papa que pidan perdón por el papel de la Corona y la Iglesia en la época imperial, y la presidenta de la Comunidad de Madrid y el expresidente del gobierno Aznar, reivindicando la evangelización promovida por el Imperio y su legado en unos términos, como mínimo, bastante rancios.

Memoria histórica y mitologías nacionales

La memoria histórica de los pueblos y colectivos, así como la construcción de mitologías nacionales no tienen por qué ser rigurosas históricamente, ni suelen serlo. Una cosa son las ciencias sociales y el análisis histórico, que deben cuidarse del vicio presentista, del prurito de enjuiciar hechos pretéritos con categorías morales del presente, aunque nunca sean neutrales en la medida en que asumen un marco analítico relacionado con su concepción de los procesos sociales y su mecánica. Podría decirse que deben ser imparciales en lo que atañe a revisar y recopilar los datos y fenómenos de su campo de estudio, pero necesariamente partidistas al comprometerse con un sistema de pensamiento que interpreta y da sentido a aquellos. Cosa bien distinta son los símbolos e identidades compartidas que se promueven en diversos momentos históricos.

Claro que, desde una perspectiva que pretendiera ser crítica e ilustrada, podemos abrigar la esperanza de que el discurso público y la retórica política traten de ser rigurosas en sus referencias al pasado. Pero desde que la nación política hizo su irrupción, desde que la visión del estado como un patrimonio personal del monarca, característica del Antiguo Régimen, quedó periclitada en favor del pueblo como comunidad de ciudadanos libres e iguales de la que emanarían las instituciones del estado, surgió el problema de cómo construir nuevas identidades colectivas que articulasen al pueblo. La nación política aparece vinculada al ascenso de la burguesía y al abandono del modelo estamental; pero la cohesión de esta sociedad humana se vertebra no sólo con los elementos representativos, que fueron ampliándose a través de las luchas políticas desde los modelos fuertemente censitarios del siglo XIX, al reconocimiento del sufragio universal. La invocación de un pasado y la presentación del pueblo como una comunidad que pre-existe a la conformación del estado moderno, que incluso pudiera retrotraerse a épocas remotas y que es el sujeto de las diversas luchas y resistencias, es el alimento de todo tipo de mitologías nacionales.

En España, Covadonga y la Reconquista han sido el gran sustrato para la construcción de una identidad patria, junto con la guerra contra Napoleón. Las naciones iberoamericanas, que surgieron en los procesos de independencia, no preexistían a la conquista de América; de hecho, fueron las burguesías criollas, deseosas de ganar plena autonomía política frente a la metrópoli, las que impulsaron la ruptura a raíz de la ocupación napoleónica de España, y las que tejieron toda una mitología en torno a los libertadores. Si en España, Pelayo, Covadonga y las Navas de Tolosa se convierten en la expresión de una nación intemporal que habría sido sojuzgada y que pugna por su liberación, en Latinoamérica ocurre algo parecido, salvando las distancias, con la Batalla de Ayacucho y Simón Bolívar.

A vueltas con el 12 de octubre

Ciertamente, el cuestionamiento de lo que significa el 12 de octubre va mucho más allá del mundo hispanohablante y se conjuga con otros procesos de reapropiación del pasado.

En EEUU, el movimiento Black Lives Matters, reacción a las constantes muertes violentas de afroamericanos a manos de las fuerzas policiales y a la persistente discriminación racial, ha tenido réplicas en todo el mundo y se ha expresado también en un cuestionamiento de los símbolos y monumentos dedicados a figuras relacionadas con la época colonial o el esclavismo. Así ha ocurrido con las estatuas de líderes confederados, que ya eran motivo de polémica desde hace años. En Bristol, el 11 de julio de 2020, la estatua del esclavista Robert Colson fue derribada y lanzada al agua; en el resto del Reino Unido se suceden similares episodios, también en Nueva Zelanda, en Bélgica son atacadas las estatuas de Leopoldo II por ser el responsable directo del brutal genocidio del Congo.

El debate que nos ocupa no deja de cruzarse con estos movimientos, pero se anuda también con cuestiones que son propias y recurrentes de la política española. No debemos olvidar la escisión de las dos Españas, que arrancó ya en el siglo XVIII y, especialmente, tras la ocupación napoleónica. El catolicismo ultramontano que se agrupó en torno al restablecimiento del absolutismo por Fernando VII, con autores como Fernando de Zevallos o Rafael de Vélez, identificó al pensamiento ilustrado y a las ideas liberales como un enemigo interno que minaba las esencias patrias. La andadura ulterior de este nacionalismo ultracatólico, superadas las guerras carlistas, lo ligaría no sólo con el tradicionalismo sino también con el canovismo y las distintas expresiones conservadoras centralistas. El maniqueísmo de la España y la Anti-España parece recorrer los dos últimos siglos de nuestra historia. Asimismo, el desarrollo desigual del país hizo que florecieran nacionalismos periféricos en torno a grandes centros comerciales e industriales, como reacción tanto al papel de Madrid en la articulación económica y territorial del país, como ante el rechazo a una clase obrera castellanoparlante procedente de la emigración interna. No se puede obviar la diversidad lingüística y cultural de nuestro país y los fuertes antecedentes de sus problemas territoriales en la época Habsburgo, con la Guerra contra la Unión de Armas o, tras la Guerra de Sucesión, el rechazo ante el Decreto de Nueva Planta de Felipe V y la disolución de las instituciones político-administrativas de la Corona de Aragón, para unificar el territorio bajo las leyes castellanas.
Tanto los nacionalistas periféricos como las diversas fuerzas progresistas constituyen la personificación de la anti-España a ojos del nacional-catolicismo y sus diferentes expresiones. La reivindicación de la Hispanidad, desde esa órbita ideológica, no está exenta de la pretensión de reprimir o aun aniquilar a quienes ponen en cuestión su idea de España.

Del día de la Fiesta de la Raza al día de la Hispanidad

En 1892, con motivo de las conmemoraciones del IV Centenario del Descubrimiento de América, la regente María Cristina emitió un decreto por el que se estableció el 12 de octubre como fiesta nacional.
Tras el Desastre del 98, el movimiento regeneracionista se emplazaba a acometer las reformas pendientes en el ámbito agrícola, a la superación de las estructuras caciquistas y a retomar el pulso de la industrialización y la investigación científica. Pero tal impulso se partió en dos vertientes: una ligada al positivismo y al krausismo, la otra a la recepción de las ideas románticas y al vitalismo. La primera vertiente daría lugar a un anhelo de europeización que, si bien alimentaría un espíritu netamente modernizador y reformista, cebó un cierto sentimiento de inferioridad y una pánfila veneración hacia los países vecinos que tanto condiciona hoy la manera de relacionarnos con la UE y con la hegemonía que en ella ejerce Alemania. La segunda vertiente apuntalaría el culto desatado a la identidad nacional y un casticismo reaccionario.
Fue en este momento, durante el primer centenario de las Cortes de Cádiz como germen de la nación española, cuando se planteó la conmemoración del 12 de octubre como día de la Raza.

Fue el gijonés Faustino Rodríguez-San Pedro, que había sido alcalde de Madrid y había ocupado diferentes ministerios en los gobiernos de Silvela y Antonio Maura, quien al frente de la Unión Ibero-Americana, una fundación que buscaba estrechar los vínculos entre los países americanos, España y Portugal, impulsó el reconocimiento del 12 de octubre como fiesta de la raza. Esta fiesta se celebró por primera vez en 1914, siendo oficializada por ley la denominación, bajo el gobierno de Antonio Maura, en 1915.

La conmemoración sería acogida por otros países, como argentina. Y desde finales de los años 20, el sacerdote tradicionalista y futuro obispo, Zacarías de Vizcarra, en un semanario argentino llamado El Eco de España, defendería la sustitución del término raza para la fiesta nacional por el de Hispanidad, que ya había sido reivindicado por Miguel de Unamuno.

Por analogía con los conceptos de Cristiandad y Humanidad, Hispanidad aludiría a una diversidad de pueblos, extendidos por amplios territorios, a los que unen la lengua y la civilización católica.
Ramiro de Maeztu, en sus escritos compendiados en Defensa de la Hispanidad, se haría eco de los planteamientos de Vizcarra. Para Maeztu, las ideas afrancesadas y la ideología que manaba de las revoluciones liberales habrían sido el origen de la corrupción que aflojó los lazos de la comunidad hispana. El catolicismo y la monarquía hispánica habrían sido los elementos de un proceso civilizador cuyo poso permanecería. Corrían los años treinta y, según de Maeztu, ante el ocaso del liberalismo y la crisis de la democracia representativa, ante el desprestigio de Rousseau y el utopismo vano de Marx, urgía volverse hacia nuestro siglo XVI como fuente de una moral, un impulso y un sentido de comunidad que lograría engrandecer de nuevo a España y a sus naciones hermanas. También Portugal y Brasil estarían para Maeztu aquí representados, pues Cámoens se habría referido a ellos como “huma gente fortissima de Espanha” en el canto I, estrofa XXXI de Luisiadas.

No se puede evitar pensar, al leer a Maeztu, en aquellas líneas que Manuel Azaña anotaba en su diario en octubre de 1937, según las cuales, de triunfar en España un movimiento de fuerza al estilo de los que se estaban viendo en Italia, Austria o Alemania, el resultado no sería un régimen propiamente fascista sino una pura dictadura militar y eclesiástica: sables, casullas y procesiones a la virgen del Pilar. Júzguese por lo que vino después.

Un decreto del régimen franquista en 1958 sustituyó oficialmente la denominación fiesta de la Raza por Día la Hispanidad.

La actual celebración en España se regula por una ley de 1987, en cuya exposición de motivos se señala que esa fecha conmemora un momento en que la unificación de los reinos peninsulares daba pie a la construcción de un estado moderno, y se iniciaba una proyección lingüística y cultural más allá de los límites europeos.

En varios países iberoamericanos como Argentina, Bolivia o México se ha reinterpretado la fecha del 12 de octubre como día de la resistencia indígena o día diversidad cultural.

¿Tiene sentido reivindicar la Hispanidad?

¿Es sólo esto la Hispanidad? ¿Reivindicar ese término no implica hacerse reo de una idealización del pasado imperial?

Lo cierto es que, para bien y para mal, la conquista de América, la unidad imperial durante los siglos siguientes y los procesos de independencia son los que moldearon la realidad cultural, étnica y social de lo que hoy es Latinoamérica, en conjunto con el despliegue del imperialismo estadounidense a lo largo del siglo XX y en el presente.

Augusto Zamora, en su libro Malditos Libertadores, ofrece un análisis histórico que critica el habitual relato oficial en las naciones latinoamericanas: las guerras de independencia fueron en esencia guerras civiles, provocando un fuerte desgarro interno, y la liberación habría supuesto, en realidad, la subordinación al Imperio Británico primero y a EEUU, bajo la doctrina Monroe, después; todo ello articulado por unas élites criollas que configuraron regímenes puramente extractivistas y subalternos de la dominación anglosajona, relegando a la región al subdesarrollo.

No tiene demasiado sentido abordar la historia en términos de impugnación ética de la acaecido hace siglos, salvo en lo que se refiere a instituciones como la Iglesia Católica o la monarquía. Y lo digo porque una institución que pretende ser la misma desde hace dos milenios, como depositaria del tesoro de la Gracia y representante de Cristo en la Tierra, no puede pretender abstraerse de episodios controvertidos, como tampoco puede despachar los numerosos escándalos de pederastia como cosa del pasado reciente. Son lógicas, en este sentido, aunque muy insuficientes en lo que respecta a los abusos sexuales, las declaraciones sobre el particular del papa Francisco. Parecido análisis cabe hacer con quienes se esfuerzan en vincular la actual institución monárquica con la época imperial e incluso con Pelayo.
No obstante, no podemos olvidar que fue durante la época de la conquista cuando fray Guillermo Montesinos y Bartolomé de las Casas denunciaron la situación de las poblaciones indígenas bajo el sistema de encomiendas, e instaron a la Corona a intervenir. La llamada Controversia de Valladolid enfrentaría a Las Casas con Ginés de Sepúlveda, a cuenta de la racionalidad de los pueblos del Nuevo Mundo y los términos de la conquista y la evangelización. Si bien el resultado del debate no fue concluyente, sería el punto de arranque de diversas legislaciones para proteger a los indígenas y sería uno de los antecedentes de los modernos derechos humanos.

En todo caso, por buscar paralelos históricos, la dominación española en América guarda cierta similitud con la Romanización. En modo alguno puede considerarse que fueran los castellanos los introductores de la dominación y el sometimiento en el continente americano, aunque no se puede discutir el desastre humanitario que supuso la llegada a América, no solo por la violencia de los conquistadores sino por la magnitud que cobraron las epidemias al entrar en contacto poblaciones que llevaban milenios aisladas. Aunque se ha popularizado el confuso concepto pueblos originarios, al entenderse que indígena tiene una connotación peyorativa asociada a la ideología colonialista, lo cierto es que el Nuevo Mundo ya conocía los imperios, el militarismo, la explotación social, los sistemas esclavistas o la estratificación social. Mayas, incas, aztecas y culturas muy anteriores como los moche, ya presentaban todas las características de las sociedades políticas y todas las contradicciones y conflictos a ellas asociadas.

La invitación a pedir perdón por los horrores de la conquista y la dominación que le hizo al Rey de España, por carta, el presidente de México, López Obrador, quien lo pide a su vez en nombre del estado mexicano por lo ocurrido desde la Independencia, debe leerse más como un elemento de retórica política ante el racismo y la discriminación que sufren las poblaciones indígenas, que como un análisis histórico. Y esto dejando claro que López Obrador dista mucho de hacer un discurso pedestre y trata de encajar las críticas a la idealización del imperio con el reconocimiento del legado de la Hispanidad, y con una visión bastante atinada de cómo la caída de los aztecas vino dada por la alianza entre Cortés y pueblos rivales o sometidos por éstos, como los totonacas o los tlaxcaltecas.

De la misma forma que no cabe aplicar categorías morales del presente a los conquistadores, tampoco cabe hacerlo con los pueblos precolombinos, aduciendo, por ejemplo, las prácticas caníbales de los aztecas o los sacrificios humanos como legitimación ética de la evangelización.
Sea como fuere, los pueblos precolombinos tenían cultura y estructuras políticas; pero, insisto, los actuales pueblos de América son el resultado de la hibridación cultural que se produce a partir de la edad Moderna, del mismo modo que los españoles somos herederos tanto del Imperio Romano, como de los visigodos y de la conquista musulmana.

Y, por último, cabe decir que algunas de las mayores atrocidades contra los pueblos indígenas y las comunidades americanas sucederían después la independencia y a manos de los nuevos estados, en colusión con poderosos intereses empresariales. Pensemos en el genocidio mapuche, las guerras del Chaco o la desigualdad social que aqueja crónicamente a Latinoamérica.

El capitalismo no se puede entender sin la conquista de América y su incorporación a los circuitos de explotación, tráfico de esclavos y rutas comerciales que articularían por primera vez al mundo a escala global. Pero la situación actual de Latinoamérica y sus pueblos tiene que ver, ante todo, con la dinámica social del presente, la subordinación al imperialismo estadounidense y a los actuales conflictos geopolíticos del territorio.

Pero, vuelvo a la pregunta: ¿cabe reivindicar la Hispanidad, o es indisoluble de la exaltación del Imperio Español y el catolicismo?

Ciertamente, no creo que el 12 de octubre sea la mejor elección como nuestra fiesta nacional. Y ello porque la fiesta nacional de un país democrático no debería ir vinculada episodios del Antiguo Régimen, sino a hitos en la construcción de los sectores plebeyos como un pueblo con personalidad histórica y a la emergencia de la soberanía popular. Las revueltas comuneras, la insurrección contra la ocupación napoleónica o las Cortes de Cádiz representan hitos muchas más idóneos y en torno a los cuales pueden construirse consensos para encarnar todo eso.

Pero, de nuevo: ¿puede reivindicarse la hispanidad?

Responderé haciendo mías las palabras de José Luis Abellán en su Ensayo sobre las dos Españas (página 37): “podemos estar seguros de que el bloque geocultural hispanoamericano –al cual pertenece España por derecho propio- es uno de los protagonistas del orden internacional multipolar que se avecina”. No se trata del glorioso pasado imperial, sino de un presente de cientos de millones de personas que comparten lengua y cultura, y una Latinoamérica a la que le interesan los vínculos de unidad frente a la subordinación a terceras potencias.

Fidel Castro lo expresaba en sus discursos cuando manifestaba que, para ocupar un lugar en el mundo, para consolidar el papel al que aspiraban, debían los cubanos seguir siendo esa maravillosa mezcla de indios, españoles y africanos.

 

Bibliografía

Abellán, José Luis: Ensayo sobre las dos Españas, una voz de esperanza, Península, 2011.
Maeztu, Ramiro: La Hispanidad, 1931, en Ramiro de Maeztu, La Hispanidad (filosofia.org)
Zamora, Augusto: Malditos Libertadores, Historia del subdesarrollo latinoamericano, Siglo XXI, 2020.
López Obrador pide perdón por los excesos de la conquista en nombre del Estado mexicano | EL PAÍS México (elpais.com)
Ayuso, desde EEUU: «El indigenismo es el nuevo comunismo» | El HuffPost (huffingtonpost.es)
Fidel Castro sobre la Hispanidad: https://youtu.be/LABW1rHvYgQ
Vizcarra, Zacarías: “La palabra Hispanidad”, La lectura Dominical, Madrid, 1929, Zacarías de Vizcarra, La palabra Hispanidad / 1929 (filosofia.org)

 

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