Ovidio Rozada, directivo de la Sociedad Cultural Gijonesa y profesor de Filosofía
El COVID19 ha entrado en escena
La emergencia médica mundial por el Coronavirus, que ha tomado dimensiones de pandemia y está generando numerosas muertes y hospitalizaciones, ha trastocado la agenda política global y tendrá hondas repercusiones económicas como consecuencia de la paralización de la actividad por las medidas de aislamiento que han tenido que decretar numerosos estados, incluyendo España. En nuestro país, la declaración del estado de alarma, el segundo desde la reinstauración de la democracia, ha supuesto el cierre temporal de la mayor parte de las actividades comerciales y laborales, con la excepción de aquellas consideradas esenciales. Entre estas últimas, precisamente, se cuentan las actividades agrarias y ganaderas. Por su valor estratégico para asegurar el suministro alimentario, el campo no puede parar; de tal manera que la presente crisis del coronavirus y los monumentales efectos económicos que va a tener son una razón de peso para atender a las reivindicaciones de los profesionales del sector, y para situar esta cuestión como un elemento de primer orden dentro de cualquier proyecto de país que se precie. Por su parte, la llamada España Vaciada, por su elevado nivel de envejecimiento poblacional y por la insuficiencia y lejanía en muchos casos de los centros de atención sanitaria, es especialmente sensible al coronavirus.
El rugido
La multitudinaria manifestación que, en marzo de 2019, llevaron a cabo las plataformas en defensa de la España Vaciada en Madrid, la obtención de representación parlamentaria por parte de la plataforma Teruel También Existe en las últimas elecciones generales, tras largos años de activismo a sus espaldas, la reactivación de la reivindicación autonomista de León y las sonadas protestas y movilizaciones del sector agrícola hicieron emerger ante la opinión pública mayoritaria cuestiones largo tiempo soterradas. Falta de infraestructuras, carencia de inversiones y expectativas de futuro, despoblamiento, pérdida de tejido productivo y agravios comparativos en el acceso a los servicios básicos son algunos de los problemas estructurales que afectan a la vertebración territorial de España. Tras años asordinadas por la agenda de los grandes medios, estas problemáticas llegaron a dominar la agenda mediática española antes de la irrupción del coronavirus, coincidiendo con la renegociación de las ayudas de la Política Agraria Común y forzando al Gobierno a considerar una reforma de la Ley de Cadena Alimentaria. Jaén, Sevilla, Alicante, Toledo o Murcia entre otras ciudades, vivieron tractoradas y manifestaciones del sector agropecuario. Clamaban y siguen clamando ante el estancamiento de los precios agrícolas en origen, al tiempo que la España Vaciada y olvidada busca salir del ostracismo.
Los procesos históricos operan a menudo como ruedas implacables que empujan arrolladores cambios sociales y económicos. El modelo productivo extractivista que arrancó con la Revolución Industrial ha desembocado en una crisis medioambiental, con una pérdida galopante de biodiversidad, polución y calentamiento global; en lo que respecta a España está provocando la desertización de amplias zonas de la Península Ibérica y desastres como el del Mar Menor, forzando a replantear los modelos agrícola e hídrico. La transición energética, imparable, ha llegado con el cierre de las centrales térmicas en comarcas mineras en las que la reconversión industrial prometida en los 80 ha sido fallida, o se ha saldado con la dilapidación de los Fondos Mineros. Las transformaciones del modelo productivo que ha impulsado la mundialización, unidas a la última crisis económica, han acentuado una tendencia de retroceso del estado social y pérdida de derechos sociales, laborales y civiles. Por el contrario, el capital se ha fusionado e internacionalizado, incrementado sus márgenes de beneficio, prosiguiendo con estrategias de deslocalización y financiarización.
Tal es el contexto en el que se enmarcan las protestas del campo y la España vaciada, cuyas tribulaciones están en buena medida unidas a los nuevos modelos de negocio, la penetración de sociedades de inversión de capital y fondos buitre en el negocio agrícola y los condicionantes impuestos por el mercado a la vertebración territorial.
Con todo, no puede obviarse que, aunque inexorables, los grandes procesos de transformación socio-económica, y las reorganizaciones geopolíticas que los acompañan, pueden ser abordados desde diferentes perspectivas ideológicas y desde diferentes modelos de país. Cómo posicionarse en sistema mundial del siglo XXI es, como lo fue en la épocas precedentes, la resultante de una disputa entre agentes económico-sociales. De una parte, tenedores de capital y conglomerados empresariales imbricados en los aparatos institucionales de los estados y de las estructuras de gobernanza locales y continentales. Sobre ellos, las redes de hegemonía y dependencia de los estados en un mundo cambiante marcado por la disputa entre China y EEUU, con Rusia regresando a la primera línea; un mundo en el que una UE en declive, repudiada por la estrategia de Trump, mermada por el Brexit y aquejada por un auge del euroesceptismo y la irrupción de la ultraderecha xenófoba, ha quedado descolocada. Y finalmente, los sectores asalariados, capas subalternas y pequeñas y medianas empresas, con limitada capacidad de vertebrarse, articular respuestas, disputar espacios en las instancias de representación política e impulsar modelos alternativos.
No hay asepsia ideológica en los discursos y programas político-económicos que se promueven, ni hay tampoco neutralidad en los intereses de clase que los animan.
La respuesta al desafío del coronavirus ha desatado además un profundo cisma en el seno de la UE. Por un lado los países del sur, como Francia, Italia, Portugal y España, que reclaman que el BCE y la Comisión Europea faciliten inversiones comunitarias, al tiempo que prevén fuertes inversiones con cargo al estado y articulan medidas de protección social para paliar los efectos de la parálisis económica sobre las PYMES, los sectores asalariados, autónomos y las empresas estratégicas; por el otro, Alemania y los países del norte, que realizarán políticas expansivas a la interna, aprovechando sus remanentes de recursos, pero son reticentes a que los mecanismos comunitarios se involucren más allá de suspender el Pacto de Estabilidad Presupuestaria y disponer discretas partidas para la reconstrucción. Esta disputa condicionará la dinámica política en España. De momento, el BCE, presidido por Christine Lagarde, quien en un principio rehuía tomar medidas especiales, ha cambiado de posición anunciando un programa de compra de bonos de deuda por 750.000 millones de euros enfocado a proteger las economías de la periferia europea.
El vaciamiento de España
El signo de la época contemporánea ha sido una pauta de despoblamiento rural y expansión de grandes urbes que se ha acentuado a nivel global, pero que empezó a hacerse notar en España en los años 50, sobre todo a partir de la implementación de los Planes de Desarrollo. “Surcos” de José Antonio Nieves Conde, obra seminal del realismo en nuestra cinematografía patria, narraba el impacto social y emocional del éxodo rural. Si bien abordada desde la óptica falangista y su mistificación tradicionalista de los valores campesinos, la película expone las vicisitudes de una familia, los Pérez, tras abandonar su pueblo y marchar a Madrid; la promesa del ascenso social deviene sin embargo en una experiencia explotación laboral, falta de oportunidades, hacinamiento y desarraigo. La ciudad, áspera e individualista, erosiona los vínculos humanos. Una historia vieja que resulta muy actual.
Sergio del Molino escribió allá por 2016 el sugerente ensayo La España Vaciada. Ponía el acento en cómo España, por contraste con el resto de la Europa Occidental, ha sido siempre un país escasamente poblado: amplios espacios vacíos en una península que es casi un continente en miniatura por su gran diversidad de climas y ecosistemas. Tal condición, acentuada en el pasado siglo, dio pie tanto a una tradición de desprecio y estigmatización de los enclaves rurales, el mito de la España profunda donde resonarían los ecos truculentos de Puerto Urraco, como a una suerte de evocación romántica y bucólica. A pesar de la llegada de Fondos Europeos, de diversas iniciativas de repoblamiento y del auge del turismo rural, la tendencia de diversos puntos de nuestra geografía al abandono no se ha revertido. En números crudos, España presenta una densidad media de población de 92 personas por kilómetro cuadrado, frente a la media de 233 del conjunto de la UE. Según cifras del INE, de los 8.124 municipios con que cuenta España, unos 4.983 están en riesgo de quedar desiertos. La población de nuestro país ha aumentado considerablemente desde los años sesenta, pero provincias como Teruel, Soria y sobre todo Zamora han venido perdiendo población y la que les queda está profundamente envejecida; de hecho, se cuentan entre las regiones más envejecidas de Europa. Otro tanto ocurre con las antiguas cuencas mineras de Asturias y León, donde la prometida reconversión ha resultado en buena medida fallida, generándose además una red de corrupción que ha malversado gran parte de los Fondos Mineros. Como dato ilustrativo, la población del concejo de Mieres, 38.428 habitantes en 2018, viene descendiendo desde que en 1960 alcanzara más de 70.000 personas, estando ya por debajo de sus números del año 1920.
El despoblamiento va de la mano de peores infraestructuras, dificultad para desplazarse, acceder a servicios básicos como la atención sanitaria e incapacidad para regenerar la estructura económica. De hecho, ante el declive de actividades agroganaderas tradicionales y de la actividad extractiva e industrial, buena parte de estos enclaves, dotados muchas veces de un interesante patrimonio arquitectónico y gran biodiversidad, se están convirtiendo en parques temáticos dedicados a notables alternativas de turismo de calidad, por las que es necesario seguir apostando pero que no pueden contener por sí solas la tendencia al vaciamiento.
Cuando se habla de problemas territoriales en España, la cuestión nacional y sobre todo la tensión con el nacionalismo catalán suele absorber todo el debate. La baza que tiene el nacionalismo periférico desde la restauración de la democracia nace de su capacidad de hacer de árbitro entre los partidos estatales, resolviendo la gobernabilidad. Para negociar, más allá de las derivas independentistas, vienen exigiendo transferencias competenciales a sus territorios al tiempo que aducen un supuesto expolio fiscal por parte del estado: Cataluña y el País Vasco aportarían más de lo que reciben. El trasfondo de ese planteamiento es poner en solfa una de las premisas fundamentales del estado social: el establecimiento de mecanismos de solidaridad interterritorial y redistribución de riqueza que deben operar tanto nivelando la desigualdad de clase, mediante la progresividad fiscal y los servicios públicos, como corrigiendo los desequilibrios y desigualdades entre los territorios a fin de garantizar que la ciudadanía tenga los mismos derechos y servicios viva donde viva.
La pobreza y el subdesarrollo relativo de un territorio no son achacables a una menor laboriosidad de sus gentes o a la ausencia de talento y capacidad para innovar; de la misma manera que la desigualdad de clase no se explica en virtud de la iniciativa y el esfuerzo personal. Factores geográficos, los recursos, la manera en que se articulan los circuitos mercantiles, reorganizaciones de la estructura productiva, las redes de transporte y distribución y la forma en que se inserta España en el mercado europeo y mundial condicionan el desarrollo territorial y marcan fuertes límites a la capacidad del estado para corregirlo.
Pero no son sólo el nacionalismo vasco y catalán los que han jugado con razonamientos de este tenor. La derecha españolista (que no española), además de negar la diversidad lingüística de España y tratar de imponer una identidad española monolítica y excluyente que poco tiene que ver con la gran heterogeneidad de nuestro país, también juega permanentemente con el mantra de las regiones subsidiadas. La visión de los pueblos andaluz y extremeño como ociosas cigarras que recibirían dádivas del estado a costa de otros territorios han sido argumentos recurrentes de las grandes burguesías madrileña, catalana y vasca, derivados del rechazo a las capas trabajadoras procedentes de la migración interior en los siglos XIX y XX. Un planteamiento muy parecido al esgrimido por Angela Merkel y la CDU cuando clamaban contra la licenciosidad en el gasto de la Europa del Sur, obviando que la entrada en el mercado común y en la UE forzó a España y a los países del sur a un proceso de desindustrialización y a especializarse en actividades de bajo valor añadido.
Pero la cosa va, sin embargo, más allá. La Comunidad de Madrid ha jugado a practicar un dumping fiscal contra otras comunidades autónomas, aprovechándose de una potente fuente de ingresos que recibe en virtud de la capitalidad de la Villa de Madrid para atraer capitales y grandes patrimonios en busca de las bonificaciones en impuestos de patrimonio, sucesiones y donaciones. Tal política constituye una deslealtad profunda con respecto al resto de España, que viene acentuando las dinámicas de desarrollo desigual.
La uberización del campo español
Las protestas del campo español y las movilizaciones de la España Vaciada han coincidido en el tiempo y, en buena medida, se entretejen. Los procesos de transformación de la economía agropecuaria redundan en agravar la dinámica del despoblamiento y amenazan con erosionar los mecanismos de sustento económico en amplias áreas del país.
No podemos olvidar que España tiene una importante economía exportadora de productos agrícolas y derivados, además de su propio mercado interior. Las cifras del Ministerio de Agricultura y Pesca indican que la renta agrícola superó en nuestro país los 30.000 millones de euros en 2018 y experimenta una tendencia creciente desde 2012, al tiempo que las exportaciones se han incrementado en un 97,5% en la última década, generando ingresos superiores a 50.000 millones de euros. Sin embargo, son las grandes explotaciones las que fundamentalmente se benefician de esas cifras notables, mientras que los precios en origen permanecen estancados. Las pequeñas y medianas explotaciones tienden a desaparecer, ante la caída de la rentabilidad y la ausencia de relevos generacionales, y con ellas buena parte de los empleos y de las alternativas de desarrollo sostenible para numerosos territorios.
El informe elaborado por la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG), titulado La Uberización del Campo Español, permite entender lo que está ocurriendo con el sector agropecuario. Básicamente, nuestro agro está acusando procesos mundiales de concentración de tierras, actividades especulativas promovidas por sociedades financieras y la expansión de una agroganadería industrializada en la que el agricultor se convierte en un asalariado precarizado con escasa capacidad de negociación. Las políticas impulsadas desde la UE y desde las propias administraciones españolas han contribuido a crear una estructura oligopólica en la distribución, donde seis grupos comerciales controlan más de la mitad de la cuota de mercado, al tiempo que los proveedores de insumos requeridos para la producción agrícola son grandes multinacionales que tienden a fusionarse entre sí. En palabras del citado informe, los pequeños y medianos agricultores están atrapados en la parte ancha de un doble embudo, aprisionados entre los proveedores y las distribuidoras, que pactan entre sí a conveniencia controlando el mercado, absorbiendo los beneficios y pudiendo forzar a los pequeños productores a renunciar a la propiedad de sus explotaciones haciendo subir los costes de producción o imponiéndoles restricciones mediante la cadena de distribución.
Veamos qué más nos cuenta el informe de COAG. En el ámbito hortofrutícola, el Grupo Agrario Citrus, gracias a su colaboración con las cadenas de distribución vinculadas a Mercadona, busca convertirse en líder de sector configurando un modelo de negocio integrado que agrupa la producción y la distribución, y que también persigue establecer lazos con las multinacionales suministradoras de maquinaria, fertilizantes u otros insumos. Ya no se compite solamente entre eslabones aislados de la cadena de producción agrícola o distribución, sino que triunfan consorcios que controlan todo un sector. En el ámbito de la producción lechera, las macrogranjas continúan desplazando en grado creciente a las pequeñas explotaciones, al tiempo que emplazan sus centros de producción en regiones que no son tradicionalmente ganaderas pero están próximas a las infraestructuras de transporte. Y en el porcino, donde España es el 4º productor mundial, se impone en nuestro país un modelo donde el pequeño productor se vincula mediante un contrato de integración a una gran empresa que le suministra los animales, los equipos y la asistencia técnico-sanitaria, y que se ocupa también de la distribución y comercialización.
Tenemos, en suma, un modelo oligopólico que establece prácticas agroganaderas de gran impacto medioambiental, susceptibles de ir avanzando hacia procesos de automatización y robotización que sigan reduciendo los requerimientos de mano de obra, y sensibles al riesgo de que una crisis reputacional de una gran comercializadora o una gran empresa productora puedan arrastrar al colapso a todo un sector.
Por si esto fuera poco, medidas adoptadas en los criterios de asignación de recursos de la Política Agraria Común de la UE (PAC) han convertido a los grandes terratenientes en los principales receptores de las ayudas comunitarias. La causa de este dislate fue que la PAC, pretendiendo evitar la sobreproducción, estableció como criterio para la percepción de ayudas no la producción sino la extensión de las explotaciones, tomando como referencia los usos del terreno en la época en que se promulgó la norma y no los usos actuales. De esta suerte, grandes fincas vinculadas a la familia Alba o a los Domecq se benefician de cuantiosas subvenciones públicas por cotos de caza o terrenos en desuso; también han entrado en este juego empresas de inversión o constructoras. El informe Estructura de la propiedad de la tierra en el Estado Español, elaborado por Carlos Soler y Fernando Fernández, disecciona estas prácticas y apunta también a un proceso de privatización de los terrenos comunales en beneficio de grandes empresas y usos especulativos, mostrando cómo todo ello ha hecho que España presente unos índices de concentración de la propiedad y uso agrícola similares a los de Sudáfrica.
Final
El paradigma ultraliberal imperante durante las últimas décadas dejó su impronta en la agroganadería de nuestro país, de la mano de normativas impulsadas desde la Comisión Europea y con la contribución de autoridades políticas entregadas a las directrices de los grandes lobbies del sector. Usos especulativos de un bien de primera necesidad como es la tierra, la concentración de la producción agrícola y el establecimiento de un modelo de negocio donde el conjunto de la cadena alimentaria se integra en estructuras oligopólicas tienen como consecuencia la sustitución de la agroganadería tradicional por un sistema que favorece la precarización y que es notablemente agresivo en términos medioambientales. El proceso de despoblamiento de la España Vaciada se acentúa como consecuencia de esta dinámica.
Recuperar el papel del estado como palanca de la actividad económica que haga valer criterios sociales e imponga modelos de gestión sostenible en el ámbito agroganadero y forestal es clave para paliar el despoblamiento y poner coto a la degradación medioambiental. La ganadería y la agricultura son sectores estratégicos para nuestro país; son las administraciones las que deben favorecer el comercio de proximidad frente a las grandes superficies e intervenir la distribución para proteger al pequeño productor y a los consumidores de maniobras oligopólicas. La defensa de las normativas medioambientales, y la extensa regulación europea al respecto, debe poner coto a las pretensiones de los grandes consorcios agrícolas para desregular el sector y establecer tratados de libre comercio que den cabida a productos generados con menos restricciones ecológicas o derechos laborales. También debería el estado, como apunta el informe de Carlos Soler y Fernando Fernández, promover la creación de bancos de tierra revirtiendo la privatización de tierras comunales y aprovechando los amplios territorios abandonados.
Son numerosos los informes, estudios y propuestas al respecto desde diversos colectivos sindicales y organizaciones vinculadas a la defensa de la soberanía alimentaria y a la defensa de la ciudadanía de la España Vaciada. El problema, como siempre en cualquier materia política, son las correlaciones de fuerzas sociales. Elementos como las reformas de la Ley de Cadena Alimentaria para proteger a los trabajadores del campo o el desarrollo de normativas para promover modelos de producción sostenible tienen su límite en la capacidad de presión de las grandes empresas del sector y en los tratados y normativas de la UE, que blindan una concepción neoliberal de la economía y limitan la capacidad de los poderes públicas para defender los intereses sociales.
Tampoco están exentas las políticas para atender a la España Vaciada de las servidumbres que imponen la mundialización y nuestra inserción en la UE. Lo que resulta perentorio es una armonización de la administración autonómica que blinde la solidaridad interterritorial y acabe con las prácticas de competencia desleal en materia fiscal entre las propias regiones de nuestra patria.