Sociedad Cultural Gijonesa - Desde 1968

Héctor Blanco es Doctor en Historia y autor de diversas publicaciones sobre arquitectura, patrimonio y urbanismo de Xixón.

El pasado mes de enero se cumplieron 35 años de la entrada en vigor del Plan General de Ordenación Urbana del Concejo de Gijón conocido popularmente como el “Plan Rañada”. Recibió ese nombre al ser José Ramón Fernández-Rañada quien, durante un lustro, encabezó el equipo técnico que se encargó de elaborar un documento que resultó esencial para lograr la regeneración de la ciudad y su entorno. En aquel enero de 1986 se produjo, sin que la mayor parte de la sociedad se diese cuenta entonces, uno de los acontecimientos más relevantes de los acaecidos a nivel local durante el último tercio del siglo XX.

Entre quienes participaron en gestar aquella normativa urbanística estuvo Juan González Moriyón, excelente arquitecto, mejor persona, que falleció tempranamente el pasado mes de diciembre. Juan aportó a Gijón su pionero interés en la conservación del patrimonio arquitectónico local así como la creación de nuevos espacios urbanos y de nuevos edificios que han contribuido a mejorar nuestro entorno cotidiano.

Lograr ese mejor Gijón, el que ahora vivimos, fue una batalla que puede seguirse en la prensa local de aquella mitad de la década de 1980. Un arduo proceso en el que tanto los técnicos como el equipo de gobierno encabezado por el alcalde José Manuel Palacio tuvieron como un objetivo esencial poner límite a la especulación urbanística que había dominado la ciudad y su periferia durante casi un siglo, con una traca final atroz durante el desarrollismo.

Maqueta del proyecto para la calle San Bernardo en Xixón

Terminar con el beneficio máximo por metro cuadrado de solar como único fin, traducido en densidades de edificación, volumetrías y alturas desproporcionadas y contrarias al interés público –y en no pocos casos a la legalidad vigente-, e impedir construcciones como las que marcaron nuestra ciudad irremediablemente y que devaluaron la habitabilidad de numerosas calles que, especialmente en el centro urbano y en el paseo marítimo de la playa de San Lorenzo, desde entonces están sumidas en sombras durante gran parte del año.

En aquel enero de hace 35 años aquello pareció llegar a un punto y final, logrando lo que pocos años antes era una quimera. Pero hoy resulta que aquel punto y final va a convertirse en un punto y seguido en la esquina de las calles San Bernardo y Emilio Villa.

Actualmente en ese emplazamiento se encuentra la residencia familiar que Gaspar Díaz Valdés-Hevia encargó al arquitecto Manuel del Busto en 1916. Un inmueble de planta baja dedicada a locales comerciales a excepción del acceso a la vivienda, que ocupa el piso y el bajocubierta superiores. Aunque pasa generalmente desapercibido, esta misma casa tiene un ala  con fachada a la travesía de la Rectoría, en cuyos bajos estuvo instalado durante los tres primeros lustros de este siglo el pub Kitsch, con un interesante diseño interno.

El mismo propietario encargó en 1934 la construcción de otro edificio colindante, el que ocupa el nº 4 de la calle Emilio Villa, al arquitecto Miguel García de la Cruz. Fue una de sus primeras obras racionalistas que, por su temprano fallecimiento, también fue finalizada por Manuel del Busto. El inmueble de 1916 está catalogado y no puede demolerse, pero el de 1934, inexplicablemente, no cuenta con ningún tipo de protección. Estos edificios, con una altura de unos diez metros y ubicados en calles aproximadamente con esa misma latitud, constituyen hoy un pequeño desahogo para una zona saturada de edificación con mayor altura. Pero su futuro está sentenciado.

Basta acercarse hasta allí para ver en los escaparates ubicados frente a la farmacia Escalera algo que hace 35 años era impensable: edificar un bloque de nueve alturas en un patio que acabará reconvertido en callejón. Resulta que el proyecto de rehabilitación de la antigua residencia de Gaspar Díaz lleva asociada esa edificación en el antiguo patio trasero de la vivienda. A esto súmese que el nuevo edificio -con unos 30 metros de altura- se emplaza en el centro de una pequeña manzana con la mitad de su superficie ya ocupada por otro -la torre de la Unión Mutua- que se eleva hasta los 40 metros. Por su parte el edificio catalogado se recrece en una planta y visualmente quedará engullido por el mamotreto que llevará detrás. Como remate, y para que el nuevo bloque cuente con acceso directo a la calle, se derriba el inmueble racionalista de García de la Cruz.

Este volumen de edificación insertado en esa manzana, en una zona ya densamente edificada y en el tramo más antiguo de la calle San Bernardo, nos retrotrae a esas “estampas” creadas durante el desarrollismo, por una parte, y, por otra, supone recuperar aquel modelo de viviendas en patios y callejones que fueron propios del interior de las manzanas del barrio de La Arena, ahora en vertical y con la etiqueta “de lujo”. Estamos en el siglo XXI, pero volvemos a modos urbanísticos del siglo XX e incluso del XIX. Y no a los mejores precisamente.

En esos dos solares se acabarán metiendo 39 viviendas más tres plantas de sótano. Será indudablemente una legítima y magnífica operación inmobiliaria para sus promotores, pero supondrá un impacto atroz para la zona. La rehabilitación de los dos edificios existentes, con el recrecido habitual de una planta que se suele aplicar a este tipo de inmuebles, ya permitiría generar casi una treintena de viviendas que reportarían pingües beneficios al precio al que se cotiza el metro cuadrado en esta ubicación, y también atenuaría sombras, falta de luz en invierno y la sensación de saturación visual desde las calles colindantes. Pero el objetivo está claro: la mayor rentabilidad posible -lo que no resulta extraño hablando de inversiones y negocios inmobiliarios-, y cuenta con el total beneplácito del Consistorio y el amparo del nuevo Plan General de Ordenación aprobado a comienzos de 2019. Resulta significativo que hace 35 años, si se hubiese planteado algo así, no se hubiese podido hacer.

Ciertamente, contemplando hoy las infografías de esos escaparates resulta evidente que, en aquel ya lejano enero de 1986, el futuro que entonces se quería para Gijón no era esto.

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