Nacho Muñiz Coordinador de los ciclos de cine de la Sociedad Cultural Gijonesa

Desconozco el motivo por el que Éric Rohmer tenía la costumbre de jugar al despiste con sus datos personales; hubo, y todavía hay, diferentes versiones sobre su nombre, lugar y fecha de nacimiento reales. Tal parecería que estamos hablando de una estrella presumida que quiere ocultar su edad, tipo Zsa Zsa Gabor, o de un pretendidamente indómito pionero (como John Ford, empeñado a hacer creer que había nacido en Irlanda); nada más lejos de este austero intelectual burgués con aspecto de profesor de filosofía de los de antes. En cualquier caso, el consenso es que se llamaba Maurice Henri Joseph Schérer, que nació en Tulle (o Nancy) el 20 (o el 21) de marzo (o el 4 de abril) de 1920. Vamos, que estamos en condiciones de celebrar el  centenario de este cineasta/escritor/teórico del arte inimitable e irrepetible. Y lo de inimitable no es una forma de hablar; su pseudónimo se ha transformado en un adjetivo para definir un estilo de cine difícilmente explicable con palabras preexistentes: en el glosario de todo cinéfilo que se precie encontraremos el término “rohmeriano” junto a “hitchcockiano”, “fordiano”, etc. En las siguientes líneas intentaremos esbozar algunos de los principios que conforman el “universo Rohmer” (sólo esbozar, profundizar sería materia para una monografía de las gordas).

En primer lugar, para aquellos que no estén muy familiarizados con su trayectoria, hay que recordar que fue uno de los representantes más sesudos de la “nouvelle vague” (en palabras de Godard, Rivette era el mejor teorizador y Rohmer el más profundo de todos); diez años mayor que el grupo de los llamados “jóvenes turcos” (Truffaut, Chabrol, Godard), éstos siempre le vieron como un gurú y una especie de guía intelectual/espiritual de su generación. No en vano fue redactor jefe de “Cahiers du cinéma” durante cinco años, y sus aportaciones teóricas durante los años 50 aún hoy son un referente de la crítica cinematográfica. Hasta que decidió lanzarse a la praxis, rondando ya los cuarenta; tras unos ensayos previos en forma de cortos y mediometrajes, dirigió su primer largo en 1962 (“Le signe du lion”), y desde entonces desarrolló una de las carreras más singulares y coherentes que haya conocido el cine.

Quizás el factor más decisivo que define su filmografía sea que, a lo largo de sus 50 años de actividad, Rohmer nunca rodó nada (ni para el cine, ni para la televisión) que no fuera idea suya: no aceptaba encargos, no ofrecía su profesionalidad a proyectos ajenos; hizo las películas que quiso, cuando y como quiso (más o menos). Dicho así, suena a que, como Godard, vivió apartado de las servidumbres del cine llamado comercial o de masas, ajeno a que sus películas fueran más o menos vistas, o incluso ignoradas. Pues no, él mismo afirmó en más de una ocasión que “estaba orgulloso de ser un director comercial” (sic). ¿Dónde está el truco? En realidad es sencillo: durante décadas (a partir sobre todo de “Ma nuit chez Maude”, 1969) sus películas fueron seguidas por un público fiel lo bastante numeroso como para poder permitirle seguir abordando nuevos proyectos; la clave, es una obviedad, es que siempre estuvo a gusto en su formato de películas de bajo presupuesto, con muy poco personal técnico y un puñado de actores (casi siempre jóvenes y poco conocidos antes de trabajar con él, aunque hay excepciones: Trintignant, Brialy). Aparentemente, nunca aspiró a metas más ambiciosas económicamente. Francamente, no creo que lo necesitara. Así pues, en el contexto de un concepto laxo de la “nouvelle vague”, podemos situar a Rohmer, en términos puramente industriales, en una situación intermedia entre los que, como Chabrol y Truffaut, dieron el salto al cine plenamente comercial (y, para algunos, se traicionaron a sí mismos) y los que, como Godard, pasaron ampliamente de la taquilla y vivieron indiferentes a las groseras y prosaicas esclavitudes del dinero (en una ocasión el propio Rohmer vino a decir que Godard había decidido vivir de espaldas al público).

Pero hablemos ahora de ese cine tan personal que se labró con el tiempo una legión nada desdeñable de seguidores entusiastas. ¿Cómo se puede definir el cine de Rohmer? Para empezar, sus películas parecen seguir un concepto tan preconcebido que la mayoría de ellas incluso están agrupadas en tres series que recorren su carrera: los “Cuentos morales” (seis entregas, desde el 63 hasta el 72), las “Comedias y proverbios” (otras seis, entre el 81 y el 87) y los “Cuentos de las cuatro estaciones” (entre el 90 y el 98); mencionaremos algunos “versos sueltos” más adelante.

Eric rohmer

Enumerar las características que comparten todas estas películas es bastante sencillo a simple vista: la acción transcurre en época contemporánea (curiosamente, las que no pertenecen a ninguna serie son frecuentemente “de época”), el número de personajes es muy limitado (normalmente adultos jóvenes o adolescentes creciditos), y las historias siempre giran alrededor de relaciones sentimentales/amistosas/sexuales. Incluso, en el caso extremo de los “Cuentos morales”, el esquema argumental es exactamente el mismo. En todo caso, casi todas sus películas tratan de personas que quieren mantener relaciones (frecuentemente, aunque no sólo, sexuales) con otras personas. Y Rohmer nos muestra cómo se desarrollan esas relaciones, situando habitualmente a sus personajes en contextos vacacionales o de ocio (en la playa, en el campo, en los fines de semana). De hecho, raramente se ve en una película de Rohmer a alguien trabajando; la actividad profesional no parece formar parte de la naturaleza íntima de la persona o, en todo caso, es irrelevante. Todo esto no significa que todas sus películas sean iguales; cada una presenta sus particularidades que la diferencian de las demás, pero todas contribuyen a una obra que su director concibió como un conjunto, de modo similar a las variaciones en música.

Desde sus comienzos, los adversarios de su cine han repetido la misma crítica una y otra vez: “las películas de Rohmer son todas iguales, sólo sale gente que habla, y habla, y habla…” (no mencionaré aquí, por manido, el famoso chiste que se hace sobre Rohmer en “La noche se mueve” de Arthur Penn). Desde luego, no recuerdo casi ningún ejemplo de escenas que se llaman de acción en el cine de nuestro hombre (bueno, en “Pauline en la playa” dos de los protagonistas se empujan durante dos segundos, y en “La marquesa de O” hay un “momento bélico” que se salda con cuatro o cinco soldados corriendo y un par de petardos que suenan al fondo. Supongo que sí, que se puede afirmar que el cine rohmeriano consiste básicamente en gente que habla (y a veces calla, y sabemos por la música que los silencios pueden ser escandalosos); no creo que él protestara por esta afirmación, para Rohmer la palabra es el centro de su concepto del mundo y nuestra forma de movernos en él y de comunicarnos con los demás.

¿Significa esto que el cine de Rohmer es fundamentalmente literario y que la imagen es secundaria para él? Todo lo contrario, y en esto creo que reside la clave para comprender y disfrutar sus películas. Los personajes rohmerianos están conversando casi de continuo, cierto, pero la palabra guarda una interacción constante con la imagen, no tiene sentido independiente de ella. Esa interacción es cambiante según las circunstancias: en algunos casos, vemos que “lo que dice” un personaje no se corresponde con “lo que hace”, o incluso lo contradice (como en su admirado Hitchcock); en otras ocasiones, la atención se centra en la persona que escucha y su reacción; en definitiva, para poder entender a un personaje rohmeriano no basta con escuchar sus palabras, sino ponerlas en el contexto visual, espacial o temporal que vemos en pantalla. Si quien lea esto se encuentra aburrido/a una tarde, le propongo que haga un experimento: que comience a ver sin sonido una película de Rohmer que no haya visto antes; apuesto a que entenderá perfectamente el argumento del film, pero cuando vuelva atrás y lo vuelva a ver con sonido advertirá que no había entendido bien cómo eran los personajes; como en todo buen cine sonoro, imagen y palabra son inseparables.

Otro error al que puede llevar la abundancia de diálogos es pensar que el cine rohmeriano es discursivo; antes al contrario, los personajes hablan y actúan por sí mismos, no por boca de su creador. En la filmografía de Rohmer encontramos todo tipo de personajes: intelectuales, ligones, depresivos, frívolos, amargados, inconscientes, y hasta una considerable dosis de tontainas; todos ellos/as se mueven y se expresan en la pantalla siguiendo la lógica implacable de su carácter, mientras el autor que les dio vida se limita a mostrárnoslos con aparente frialdad (si alguna vez es pertinente aplicar el tópico de “observa a sus personajes como un entomólogo”, este es el caso). Y no me atrevería a señalar a ningún personaje de toda su filmografía del que se pueda afirmar que ejerce de “alter ego” del director. Si así fue, se llevó su secreto a la tumba (cementerio de Montparnasse, muy cerca de la de Saint-Saëns).

Titulamos el artículo “La modernidad imperturbable”; la razón para ello es que Rohmer fue fiel a su estilo durante toda su carrera, sin que esto signifique que no evolucionara. Lo que no hizo fue dejarse llevar por las sucesivas modas que vio pasar a lo largo de cinco décadas; poco amigo de usos llamativos o exhibicionistas de la cámara o el montaje, su cine está lejos de lo que llamamos “clasicismo”, a pesar de que la planificación de las escenas siempre está diseñada en función de ocultar la presencia del director; su “modernidad” estriba en otros factores, como la adopción de un peculiar naturalismo que se corresponde con las “pequeñas” historias que nos narra: práctica inexistencia de música no diegética, ausencia de iluminación artificial (aquí hay que homenajear el extraordinario trabajo del gran Néstor Almendros en la mayoría de sus filmes) y, especialmente, la narración de las historias en clave, llamémosla así, neutra, porque ¿podemos clasificar sus películas como comedias o dramas? Incluso en las más cercanas a lo que se entiende por “comedia” (“Pauline en la playa”, “El amigo de mi amiga”) es difícil discernir qué es lo que las hacen más ligeras que otras que no dudamos en calificar de  más dramáticas (“Triple agente”, “La inglesa y el duque”), como no sea la propia naturaleza del asunto tratado, ya que Rohmer, que yo recuerde, jamás filmó un “gag”, ni verbal, ni visual. Y, sin embargo, un soterrado sentido del humor recorre toda su filmografía (a veces de forma más patente,  como en uno de los “versos sueltos” que mencionaba al principio, “El árbol, el alcalde y la mediateca”).

Tampoco se dejó influir por las críticas que lo acusaban en los últimos años de reaccionario tras el estreno de las incomprendidas “La inglesa y el duque” o “Triple agente” (películas que tampoco forman parte de ninguna serie); parte del público y la crítica esperaban, imagino, una toma de posición social o política dado el contexto histórico de ambas películas, pero el viejo filósofo burgués no iba a cambiar para satisfacer expectativas ajenas; siguió dejando, impertérrito, que sus personajes vivieran por sí mismos, sin más condicionantes que una lógica ¿pascaliana?.

Recuerdo que el día que murió (en esto no hay duda, el 11 de enero de 2010) me vino a la cabeza la anécdota que contaba Billy Wilder sobre el entierro de Lubitsch; en un momento del acto, uno de los apenados asistentes no pudo evitar exclamar: “¡Nos quedamos sin Lubitsch!”, a lo que otro añadió: “Pero aún, nos quedamos sin más películas de Lubitsch”. Pues eso. No habrá más películas de Rohmer, pero pienso seguir viendo las que hizo durante mucho tiempo; son muchas, y ninguna no merece la pena verse, por lo menos, dos veces.

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