Héctor Blanco es Doctor en Historia y autor de diversas publicaciones sobre arquitectura, patrimonio y urbanismo de Xixón.

Piqueta y especulación es un tándem que en Gijón conocemos bien. Aquí funcionó a todo trapo, especialmente entre 1965 y 1975 una década en la que la ciudad fue -para algunos- un maravilloso Monopoly. Donde legalmente se podían edificar cinco plantas acababan construyéndose doce, o más. Y todo era derribable, sin catálogos ni protecciones de ningún tipo hasta se planteó derribar el Mercado del Sur, el Banco de Gijón y el antiguo Instituto de Jovellanos. Oficialmente eso era «progreso» y «modernidad», cuando el equivalente real a esos términos era más bien el de negocio redondo. Negocio de unos pocos bien amparados por las autoridades con mando en plaza a costa de la imagen de la ciudad y de la calidad de vida de sus habitantes.

Del desarrollismo urbanístico se echaron pestes, incluso a un par de generaciones se nos contó reiteradamente que aquella barbaridad nunca volvería a ocurrir. En las postrimerías de la década de 1990 se llegó al paroxismo: alguien apuntó a la reversibilidad del desarrollismo. Recortar edificios, rebajar alturas para atenuar en lo posible sombras y oscuridades sobre el paseo del muro, sobre calles con 10 metros de ancho y edificios de 30 metros de altura. ¡Qué cosas! Sin ser una inocentada acabó siéndolo en la prensa local un 28 de diciembre mediante un montaje fotográfico mutado en fotonoticia en la que se mostraba una de las torres de la Plaza del Marqués reducida a la mitad. La coña marinera fue finalmente la única opción.

Diez años después de aquello se acabó la risa y llegó lo que parecía una inocentada fuera de fecha y no lo era, era otra nueva puesta de largo del urbanismo del negocio redondo. En un pleno municipal del mes de agosto de 2007 se dio vía libre a edificar una torre de cuarenta metros de altura en la parcela del Parque del Piles, un nuevo bloque de 14 plantas frente a la playa de San Lorenzo.  Fue el momento más simbólico del neodesarrollismo que se acomodó en la ciudad con todo el apoyo institucional en aquellos años de «ladrillos de oro».

Y así  volvieron el «progreso» y la «modernidad» sesenteros, ahora envueltos en «lujos» y «singularidades». Como una recidiva aparecieron proyectos estrella con torres de 30 y 40 plantas para el plan de vías, torres de 30 plantas para Nuevo Roces, urbanizaciones desparramadas por Castiello, Cabueñes y Deva. Con las alturas se volvía al desarrollismo del siglo XX y con las chaletadas de las parroquias rurales a una nueva versión de las «parcelaciones particulares» del siglo XIX. En materia urbanística en Gijón el futuro volvía a modelos del pasado más especulador.

Luego vinieron crisis económicas anunciadas, demandas vecinales ganadas, jugadas políticas estrelladas… y Gijón se salvó por los pelos, por muy poco.

Pero esas anomalías siguen rondando. Acabamos de terminar 2022 con el inicio de la construcción de un bloque de ocho plantas en un patio de manzana de la calle San Bernardo creando una ciudadela vertical en pleno siglo XXI, eso sí, todo de lujo, faltaría más.  A esto se sumó la noticia de que la antigua sede de la Junta de Obras del Puerto (JOP) pasa a ser derribable, también con el lujo -este de cinco estrellas- como justificación. Lo primero es fruto del contenido del Plan General de Ordenación aprobado en el pleno municipal de enero de 2019 bajo el mandato de Foro, con el único voto en contra del PSOE; lo segundo está ahora pasando con un gobierno del PSOE e IU. Cambiarlo todo para que no cambie lo esencial, debería dedicarse un capítulo de la campaña turística “Gijonomía” al urbanismo lampedusiano gijonés.

En el caso de la antigua sede de la JOP alguien nos tendría que aclarar como un edificio protegido, ahora que es propiedad privada, se reconvierte en un solar tras una llamativa decisión del Consejo de Patrimonio Cultural de Asturias. Este órgano asesor del Principado manifestó el pasado otoño que el inmueble -ya centenario, parte del paisaje urbano histórico del puerto local e integrado en el conjunto histórico-artístico del barrio de Cimavilla- no presenta valor que justifique la protección parcial que contempla el Catálogo Urbanístico de Gijón, compatible con su remodelación para otros usos. Mal asunto la vuelta de la piqueta por la puerta grande, afectando a un elemento de un barrio que es Bien de Interés Cultural, precisamente, por su valor de conjunto.

Un inmueble que era patrimonio público, con 2.579 m2 construidos, vendido por poco más de 3’5 millones de euros en 2020 tras ser sacado a subasta con el condicionante de estar catalogado, saldado a menos de 1.400 euros el metro cuadrado.

Ayuntamiento y Principado van a dar un cheque en blanco a una empresa que, si consigue finalizar el trámite de la descatalogación, tendrá un solar en uno de los emplazamientos más singulares de Gijón sin ninguna atadura. Nadie tramita nada si no es para sacar algo, aquí hablamos de sacar metros cuadrados, lo que, con total seguridad, se obtendrá tanto en superficie como en el subsuelo.

Y luego queda lo que venga detrás. A este respecto escuchar la respuesta a la pregunta formulada por Laura Tuero, concejala de Podemos-Equo, en el último pleno municipal -18 de enero de 2023- sobre esta operación urbanística conmociona: en lo que allí finalmente se haga habrá que «velar por que el diseño encaje y mejore el entorno de Cimadevilla». Pero ¿quién va a velar por lo que venga después, con qué base legal? Una descatalogación y un derribo son irreversibles, tras eso no queda nada.  Lo que vendrá será aquello del proyecto singular firmado por el arquitecto de prestigio de turno… y a correr.

Por suerte o por desgracia el urbanismo es como la cocina: con igual receta e ingredientes siempre sale el mismo pastel. Hace veinte años el pastel fue Talasoponiente, ojo al que se comienza a cocinar ahora.

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