Manuel Monereo es analista político

Para Cristóbal Gómez Benito

“Y aunque es para mí muy dulce la esperanza de que mi nombre no quedará enteramente sepultado en el olvido, no es porque crea que será celebrado con aplausos, sino recordado con lástima y ternura” (Jovellanos, 1810)

Jovellanos nos sigue mirando y hablando. Sus ojos nos observan con esa mezcla insuperable de lucidez y tristeza que recogió muy bien Goya en su retrato. Hay muchos Jovellanos: el liberal que se adelantó a su tiempo y que sufrió el castigo del viejo orden; el liberal anglófilo crítico con la revolución francesa en búsqueda desesperada de una “salida moderada”; el conservador que reivindica la “Constitución histórica” de España y hasta el tradicionalista opuesto al liberalismo que se abría paso entre revoluciones, guerras civiles, conflictos internacionales e invasiones del suelo patrio. Hoy sabemos bastante del polígrafo gijonés. Nos ayuda la edición crítica de sus obras y autores como Artola, Caso, Fernández Sarasola o Varela.

Gaspar Melchor de Jovellanos

Jovellanos era un político; mejor dicho, un intelectual que hacía política y que fue evolucionando ante los cambios que se operaban en un contexto histórico que estaba mutando radicalmente. Se pueden encontrar en él líneas contradictorias y cambios, con mayor o menor profundidad con respecto a posiciones mantenidas con anterioridad. Había una línea de fondo: reformar el país, hacerlo con el mayor consenso posible sin quebrar las relaciones de poder básicas; es decir, Monarquía, nobleza, Iglesia. Se le asocia con el término de patriota. Es verdad; amaba profundamente a España y sufrió destierro y prisión por ello; aspiraba a su progreso económico social y cultural -luces, luces- desde una concepción de la política como instrumento para alcanzar la felicidad general. Como suele ocurrir con los grandes pensadores en épocas de crisis y de polarización social, en él convivían varias almas que tenían que ser sintetizadas para convertirse en un proyecto político viable y posible.

El calificativo de reformista siempre le fue apropiado. Frente al inmovilismo de las fuerzas del viejo orden y frente al rupturismo de la revolución francesa, abogaba por una salida moderada que, manteniendo los pilares de la “Constitución histórica” (Monarquía y Cortes) fuese más allá, hacia un nuevo sistema político capaz de modernizar el país y ponerlo a la altura de los desafíos de la época. Es cierto que su posición chocaba en temas importantes con el liberalismo que llegaba de Francia (concepción de la soberanía nacional, división de poderes, bicameralismo…); es decir, con la Constitución de Cádiz. La paradoja es que, al final, su “liberalismo” fue el predominante. Frente a las derechas conservadoras, su reformismo era verdadero, no un simple cambiar todo para que todo siguiera igual. El despotismo ilustrado tenía esta contradicción: necesitaba que el poder impusiese las reformas. Hablaba al poder y esperaba que él hiciera el trabajo de ilustración; no se atrevía a pensar un sujeto que no fuese la Monarquía en alianza con la nobleza y la Iglesia. Los ilustrados se anticiparon siempre a la burguesía e intentaban crear las condiciones para su ascenso. En eso Jovellanos fue el pasado y no en lo que estaba por venir.

¿Reformismo imposible? Jovellanos inaugura esta historia. El otro personaje que nos ayuda a entenderla fue Joaquín Costa. El siglo XIX, nuestro “siglo largo”, realmente termina entre los años 31 y 39 del XX. Alfonso Ortí lo ha esclarecido con precisión, dándonos sus claves fundamentales. Un largo siglo de guerras civiles, de golpes de Estado, de duro conflicto entre las clases; siempre, siempre bajo vigilancia extranjera. Dejamos de ser una gran potencia, pero los poderes dominantes nos tuvieron bajo observación con un objetivo preciso: acelerar y profundizar en nuestra decadencia. Liberales, republicanos y socialistas no entendieron del todo la urgencia histórica de un proyecto nacional que fuese capaz de engarzar cuestión democrática con cuestión social, reforma agraria e industrialización, con la necesaria superación de nuestro papel económico semi- periférico y políticamente cada vez más subalterno.

Las Cortes de Cádiz

Cada vez que en nuestro país ha emergido, se ha hecho presente un gran movimiento de masas exigiendo una democratización sustancial el Bloque de Poder ha reaccionado siempre de la misma forma: golpe de Estado/guerra civil o restauración, dejando siempre abierta la intervención extrajera. Nunca aceptaron verdaderas reformas, jamás negociaron las condiciones en que basaban sus privilegios y se impusieron siempre por la fuerza de las armas. La composición, la estructura del Bloque de Poder ha variado, sus hegemonías internas también, pero -es lo fundamental- no ha cambiado su férreo control sobre el Estado y la clase política.

El conflicto entre el principio monárquico y el principio democrático que ha atravesado nuestra historia se ha querido negar, pero siempre ha estado ahí y periódicamente retorna. La Monarquía en España no ha sido una forma de gobierno más, sino el Estado. El rey reinó y gobernó. En torno a él se organizó el Bloque de Poder, lo que tradicionalmente se ha denominado oligarquía; su función: poner límites insuperables al autogobierno del pueblo. Las “restauraciones” han sido el modo normal con el que se han resuelto las diversas crisis y las frecuentes transiciones. Restauración significa, pura y simplemente, cambiar las formas de ejercicio del poder político sin que se ponga en cuestión el dominio del Bloque de Poder. Las restauraciones, con cierta frecuencia, pudieron cambiar la hegemonía en el interior del bloque dominante, pero nunca cuestionarlo y, mucho menos, poner en peligro el principio monárquico.

La Transición política hay que verla en este ciclo largo de nuestra historia. La distinción/diferenciación entre Reinstauración y Restauración fue algo más que un juego de palabras, definía un hecho histórico fundamental y una determinada correlación de fuerzas. Para que la restauración monárquica se impusiera era necesaria su previa reinstauración por el Régimen de Franco para que, desde él, se fijaran las reglas del juego, la perpetuación de las instituciones y, sobre todo, los límites que no podía superar la política democrática. El Rey como “motor” del cambio expresaba una mentira histórica, pero daba cuenta de cómo veían la transición los que mandaban y que luego hicieron suyo las derechas. El discurso “revisionista” tiene aquí su fundamento: Franco, sin quererlo – llegan hasta aquí por ahora- creó las condiciones (desarrollismo; reinstauración monárquica) que hicieron posible nuestra ejemplar monarquía parlamentaria. Ahora se da un paso más: negar la existencia del golpe de Estado desde la ilegitimidad radical de la República.

La crisis de régimen sigue ahí de forma larvada pero emitiendo señales.  Poderes básicos del Estado como el Consejo del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo siguen sin ser renovados pero actuando y siempre desde un sesgo marcadamente conservador. Se dice, con verdad, que detrás está el PP con su política de acoso y derribo del actual gobierno. Creo, sin embargo, que esta explicación es insuficiente. Lo que no se tiene en cuenta es que el espacio público está corriéndose a la derecha y que el PP y Vox están empeñados en algo más que una simple alternancia política. Cada vez que Abascal o Casado denuncian que Pedro Sánchez está preparando un cambio de régimen, más evidente resulta que son precisamente las derechas y sus conexiones orgánicas con las instituciones del Estado las que preparan un tipo de democracia, de forma de gobierno, que poco o nada tiene que ver ya con la Constitución del 78.

Cuando se frustran, una vez más, las aspiraciones mayoritarias en favor de la renovación democrática del país, la situación no vuelve sin más a la etapa anterior. La relación de fuerzas cambia y las derechas ganan peso e influencia. Sobre el desencanto y la derrota se organiza un tipo de reacción que ya no oculta sus objetivos, que da la batalla político-cultural y que sin complejos rechaza frontalmente la cultura y valores republicanos, laicos y socialistas. La izquierda vuelve a ser el enemigo y así se la trata. ¿Qué hay en el trasfondo? La enorme capacidad de los grandes poderes, de la oligarquía financiera-corporativa, para bloquear e impedir un conjunto de reformas (lo que podríamos llamar la Plataforma 15M) que tenían como objetivo regenerar las instituciones públicas, democratizar los poderes económicos y garantizar los derechos sociales.

El hombre que quería ser recordado desde la lastima y la ternura, que sufrió hasta el último día de su vida el acoso y el rechazo de las fuerzas del Viejo Régimen que quiso reformar para salvarlo, nos sigue mirando y nos habla.  Jovellanos nos advierte de unas clases dirigentes que no tienen un proyecto de país, que viven aferradas a sus intereses patrimoniales y que están dispuestas a impedir por todos los medios los cambios y las reformas que las mayorías sociales necesitan. Y es que, al final, hay un hecho que no se quiere mirar de frente: sin controlar y limitar el inmenso poder de la oligarquía financiero-corporativa, no será posible una democratización sustancial de España.

Ávila, 2 de agosto de 2021

 

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