Eva García Sempere es bióloga y Coordinadora Federal de Medio Ambiente de I.U.

“Una catástrofe siempre sale de alguna parte,
ha sido preparada,
tiene una historia”
Frédéric Neyrat.

Hubo un tiempo, quizá no tan lejano, en el que se podía llegar a entender a quienes se desentendían de la lucha contra el cambio climático: era algo que no se palpaba. Las noticias nos hablaban de islas exóticas a punto de desaparecer, o de especies animales al borde de la extinción que no conocíamos y nunca veríamos, o del peligro al que estábamos abocando a las siguientes generaciones.

Un caldo de cultivo estupendo para el egoísmo y la subcontratación de las acciones a “otra generación”, que fuera la que se encontrara el pastel. Total, nuestra generación tampoco había sido la única responsable, ¿verdad? ¿Por qué ser, entonces, la que asume toda la responsabilidad?

Sin embargo, las evidencias de la emergencia climática ya han saltado a la vida cotidiana y nos están afectando de manera indiscutible a nuestro día a día. Primero fue una pandemia, de la que aún no hemos salido, y recientemente un ejemplo de fenómeno meteorológico extremo en forma de temporal de frío y nieve.

Pero estas consecuencias del cambio climático han sido largamente anunciadas, y su impacto en la salud es conocido hace décadas. La emergencia climática tiene una incidencia directa en la salud: pandemias, expansión de vectores de enfermedades o extensión de plagas y/o cambios en el comportamiento de las mismas, impacto en el curso de enfermedades respiratorias fruto de la contaminación o de los fenómenos extremos, tanto calor como frío. Asimismo, se ha estudiado largamente cómo el deterioro de las condiciones ambientales puede facilitar de forma indirecta la aparición de diarreas, enfermedades infecciosas, enfermedades cardiovasculares y respiratorias.

Si algún aprendizaje estamos extrayendo de la crisis sanitaria por el coronavirus ha sido, sin lugar a dudas, lo imprescindible y centrales que son los servicios públicos, especialmente el sistema público de salud.

También, quizá algo menos expandido socialmente, pero calando cada vez más, la importancia de la salud animal para la salud humana. Eso que, de manera exquisita, la Veterinaria tiene como lema: HIGIA PECORIS, SALUS POPULI (la salud del ganado es la salud del pueblo). No es para menos: el 75% de las enfermedades emergentes tendrán origen zoonótico; el 60% de las actuales lo son. Por cierto, si la Covid19 no les parece suficientemente preocupante como enfermedad de origen zoonótico, recuerdo otros ejemplos: Fiebre del Valle del Rift, Fiebre Hemorrágica de Crimea Congo, Virus del Nilo Occidental, Virus Zika o Ébola.

En menor medida, pero entrando con fuerza, un tercer aprendizaje: la salud ambiental define la salud animal y también la salud humana. El cambio climático tiene un inapelable impacto en la salud por los cambios en las condiciones ambientales y la contaminación empeora de manera evidente el curso de las enfermedades.

¡Pero más allá! En una suerte de justicia poética, en el año en que tendría que celebrarse la Cumbre de la Biodiversidad también hemos aprendido por las malas que la pérdida de biodiversidad y la desprotección de los ecosistemas nos expone a peligros como el desarrollo de pandemias. Informes del IPCC sobre el cambio climático o del IPBES sobre la pérdida de biodiversidad incluían, desde hace años, los riesgos de pandemias o enfermedades infecciosas entre las posibles secuelas del deterioro ecológico.

Es decir, con esta crisis sanitaria hemos aprendido algo que ya la FAO y la OMS llevan tiempo anunciando: la necesidad de entender que hay una única salud que tiene 3 caras: salud animal, ambiental y humana. Y solo trabajándola de manera integral y única podremos enfrentar los riesgos sanitarios que se nos vienen. One Health, Una Salud: Memoricen este concepto porque viene para quedarse (o eso esperamos)

Pero también lo que en el más que recomendable libro “Epidemiocracia” definen Javier Padilla, Pedro Gullón como “Las crisis sanitarias del siglo XXI no son solo crisis sanitarias, sino que podríamos concebirlas como crisis matrioshkas, de modo que la crisis sanitaria está a su vez dentro de una crisis de tipo económico y ambas son alojadas dentro de una crisis mucho mayor, que es la ecológica”

Y por poner el último ejemplo, lo que Yayo Herrero plantea como marco general para ser capaz de entender las crisis y buscar las soluciones: somos seres eco- e inter- dependientes.

Parece que esto ha quedado claro, lo hemos aprendido, y lo que debe marcar la política en salud (en sentido amplio) a futuro: nunca más establecer compartimentos estancos para estudiar la salud en sus distintas facetas sino entender que es toda una sola salud, One Health.

Y eso, en lo concreto, ¿cómo se aborda?

Mi hoja de ruta favorita, definida por la FAO en un informe ya en 2010:

“La interacción entre seres humanos y animales es reconocida como una interacción compleja y crítica, donde las enfermedades zoonóticas emergen y resurgen. Esta interacción está continuamente siendo afectada por una mayor globalización, el crecimiento y la movilidad de las poblaciones de seres humanos y ganado, los rápidos procesos de urbanización, la expansión del comercio de animales y productos animales, la creciente sofisticación de las tecnologías y prácticas agrícolas, las interacciones frecuentes entre el ganado y la vida silvestre, los mayores cambios en los ecosistemas, las variaciones en la ecología de los reservorios y los vectores de enfermedades, los cambios en el uso de la tierra, incluida la invasión de los bosques, los cambios en el uso de la tierra, incluida la invasión de los bosques, los cambios en los patrones de caza y consumo de vida salvaje. Las zoonosis, por lo tanto, se puede decir que emergen en la interrelación humano-animal-ecosistema”

En solo este párrafo ya define múltiples y muy variados campos de trabajo. Y, por cierto, refuerza tanto la idea largamente defendida por el ecologismo social de que todo está conectado como lo que siempre hemos defendido desde las posiciones de izquierda (con “La situación de la clase obrera en Inglaterra” de Engels, por poner un ejemplo).

En estos días han saltado distintas alarmas sobre brotes de coronavirus en granjas de visones. En Aragón se sacrificarán 92.700   visones por un posible contagio cruzado entre estos animales y personal de la granja. De momento es solo una hipótesis, pero no es descabellada en absoluto.

También se han ido conociendo a lo largo de los últimos años distintos problemas asociados a las macrogranjas porcinas. Por poner un ejemplo, la industria ganadera es responsable de la epidemia de Gripe Porcina Africana (ASF) que asoló las granjas chinas de cerdos el pasado año.  El biólogo Robert G. Wallace alertó de esta relación en 2016 con su libro Big Farms Make Big Flu (Las macrogranjas producen macrogripe), donde establece la conexión entre la forma de producción agropecuaria capitalista y la etiología de las epidemias emergentes las últimas décadas.

Por tanto, esto ya nos pone sobre la pista de una de las primeras medidas a adoptar: el cambio de modelo de producción agropecuaria capitalista, basado en macrogranjas donde malviven miles de ejemplares. Y no solo por las enfermedades emergentes que puedan aparecer, sino porque se trata de verdaderas bombas de relojería debido al uso abusivo de antibióticos y, por tanto, a la aparición de multitud de resistencias a los mismos (comprometiendo su eficacia tanto para los animales como para nosotras) y a la capacidad de mutación y expansión del virus en un entorno masificado de hospedadores. En tiempos en que el concepto “distancia social” está tan instalado, no debe resultarnos difícil entender por qué no es buena idea mantener hacinados a miles de animales que son susceptibles de ser vectores de transmisión de enfermedades a los humanos (además de otras muchas consideraciones éticas).

Esto viene a reforzar una de las claves que ya planteábamos hace años: hay que acabar con el modelo de producción agropecuaria basado en macrogranjas. Al terrible impacto social y económico que producen en los territorios, donde desplazan la pequeña producción y profundizan en el vaciamiento de los territorios, al impacto ambiental debido a la altísima contaminación que producen y el abuso en el uso del agua, sumamos un factor que deberíamos considerar, siquiera por egoísmo: el factor sanitario.

Señalaba también la FAO en ese informe de 2010 que los cambios en los usos de la tierra, incluidos los bosques, constituyen un factor de distorsión en la interacción seres humanos-animales (aparece aquí, ya el tercer factor de la ecuación: los ecosistemas). Y no es algo novedoso tampoco, unido al papel clave de la biodiversidad:

Desde 2006 , al menos, se conoce el efecto protector de la biodiversidad por dilución. Johnson y Thieltges demostraron que, cuando un virus alcanza un huésped intermedio inadecuado que no permite al patógeno alcanzar unas concentraciones óptimas como lo haría en un huésped adecuado, su efecto puede verse “diluido”. 

También se ha demostrado la existencia de otro efecto protector de la biodioversidad: el efecto de amortiguamiento, que ocurre cuando el virus llega a huéspedes intermedios con una diversidad genética muy marcada que les permite adaptarse y volverse resistentes al virus, con lo que la capacidad de seguir contagiando y expandiéndose se ve “amortiguada”

En ambos casos vemos claramente la importancia de la biodiversidad. Y para proteger la biodiversidad es crucial proteger los ecosistemas. No es posible seguir acabando con bosques primigenios de las selvas del sudeste asiático, por poner un ejemplo, para expandir las plantaciones de aceite de palma. Si no lo hacemos por el ataque que representa a la riqueza cultural, a las comunidades que allí viven y ven desaparecer sus modos de vida, si no nos mueven las especies animales que pierden su hábitat y están condenadas a la extinción, al menos hagámoslo (de nuevo) por mero egoísmo. El acercamiento físico a hábitats que hasta ahora estaban protegidos, y a las especies que en ellos habitan, nos sitúa en una situación muy comprometida a nivel de salud. Por decirlo con una total reducción al absurdo: la próxima compra que hagamos de cualquier producto que contenga aceite de palma puede venir con extra de pandemia para todos.

Tanto en el caso anterior, cuando hablábamos de las macrogranjas, como en este en que abordamos el cambio de los usos del suelo, el problema de raíz es el mismos: el modelo de producción alimentaria capitalista basado en monocultivos insostenibles a nivel económico, social, ambiental y, sí, también, sanitario.

Por último, y por señalar otra de las grandes distorsiones en la interacción ser humano-animal-ecosistema, hemos de abordar otro modelo comercial. Flores que vienen de Colombia o de Kenya, espárragos de Perú que se venden en España o las varias vueltas que da un producto antes de llegar al mercado porque cada etapa, desde la producción hasta el procesamiento, empaquetado y puesta en el lineal se da en un país distinto tienen mucho que ver con la vulnerabilidad que tenemos como sociedad humana. La intensificación de los movimientos de mercancías fruto de la globalización, y en general el impacto de los tratados de libre comercio, así como modelos de ocio basados en kilómetros de avión, son responsables en al menos dos vertientes: Una, estrictamente epidemiológica: nos movemos mucho más, somos una especie con una capacidad de contagio mucho mayor. Otra, relacionada con el impacto que el cambio climático tiene en la salud y que también está interrelacionada con la contaminación.

Las emisiones de gases invernadero a consecuencia del transporte y, también, del modelo de producción asociado al modelo económico capitalista, es responsable de los efectos del cambio climático: aumento de los fenómenos meteorológicos extremos, aumento brutal de las temperaturas (véase las noticias al respecto en el Ártico), expansión de plagas, cambio en los comportamientos de las mismas, pérdida de factores protectores como el hielo y un largo etcétera. Todo ello, con un impacto directo sobre la salud de la población. Recientemente salía un estudio de La Academia Malagueña de Ciencias (AMC), “Efectos del cambio climático sobre la salud”, en el que califica el Mediterráneo como «un lugar de alto riesgo de anomalías relacionadas con el clima» y como zonas especialmente vulnerables en todo el planeta, «las zonas costeras densamente pobladas». Asimismo, inciden sobre cómo el deterioro de las condiciones ambientales puede facilitar de forma indirecta la aparición de diarreas, enfermedades infecciosas, enfermedades cardiovasculares y respiratorias.

Con este breve repaso por algunas de las cuestiones que se plantea a nivel internacional y científico como puntos calientes a la hora de establecer un plan de contención frente a las próximas pandemias parece bastante evidente que necesitamos políticas integrales que entiendan la salud como una única salud, estableciendo las necesarias conexiones entre las políticas sanitarias, ambientales, urbanísticas, agropecuarias y de lucha contra el cambio climático.

Y esto, siento el spoiler, no será posible sin acabar con el modelo económico que nos ha traído hasta aquí.

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