No ha tenido suerte este V Aniversario de la Batalla de Villalar. No suele tenerla Castilla.

Una pandemia inesperada ha truncado lo que debería haber sido un acontecimiento de relevancia internacional, y, salvando honorables excepciones, esta efeméride pasará más o menos desapercibida para el común de la población.

Por si no fuera suficiente, la revolución comunera se ha visto humillada con el nombramiento de Felipe VI como Presidente de honor del movimiento comunero por parte de las Cortes de Castilla y León. Así, la rebelión contra el primero de los Habsburgo es hoy capitalizada por el último Borbón. El desprecio definitivo a la tradición comunera es en todo caso nada sorprendente. Como aquellos procuradores que traicionaron a sus ciudades poniéndose al servicio del Rey en las Cortes de 1520, y que fueron más tarde linchados por el pueblo, los modernos procuradores de las Cortes de Castilla y León corren a besar la mano del monarca, a costa de la memoria de los comuneros que dicen homenajear.

Esta humillación, sin embargo, es muestra de un aspecto evidente: para las instituciones políticas del presente, la tradición comunera es un problema. Una incomodidad.

Carlos de Habsburgo

Carlos de Habsburgo

No es casualidad que José María Aznar, durante su periodo como Presidente de Castilla y León, intentara destruir la Fiesta de Villalar, sustituyéndola por una celebración itinerante que no tuvo apenas recorrido. Igual que ahora, fue entonces el pueblo el que por la vía de los hechos mantuvo la concentración popular de Villalar, cada 23 de abril, forzando a que la Junta recuperara el carácter oficial de esta fiesta.

Tampoco es casualidad que la Fiesta de Villalar sea patrimonio casi exclusivo de la izquierda. La carpa política más conservadora que puede encontrarse en Villalar es la del PSOE. Cada año, los dirigentes del PP aparecen tímidamente a primera hora de la mañana, depositan brevemente un ramo de flores en el monolito a los Comuneros, y huyen despavoridos antes de que comience la auténtica fiesta, que se convierte en una verdadera celebración festiva y popular, trufada de mítines, conciertos y reivindicaciones laborales, sociales, ecologistas, feministas y territoriales, y donde es más fácil ver banderas tricolores republicanas y pendones comuneros que la propia bandera oficial de Castilla y León.

¿Por qué el mito de los comuneros nos sigue seduciendo hoy? ¿Qué fue en realidad la rebelión comunera? ¿Qué papel ha jugado dicha leyenda en nuestro imaginario colectivo a lo largo de la historia? Y, ¿qué puede aportarnos a la actualidad?

Trataremos de responder a estas preguntas a lo largo de este artículo.

El levantamiento de las Comunidades de Castilla: ¿revuelta antiseñorial, rebelión medievalizante o una de las primeras revoluciones modernas?

Como en tantos asuntos, no hay un único punto de vista historiográfico acerca del movimiento comunero. Unos lo enfocan como una revuelta de carácter espontáneo en defensa de los intereses de los poderes locales, que poco a poco va cobrando un carácter popular y antiseñorial. Otros hablan de un movimiento medievalizante, antifiscal y localista. De acuerdo a Joseph Pérez, Henry Kamen o José Antonio Maravall, la revuelta de los comuneros puede ser considerada una de las primeras revoluciones modernas.

Siguiendo a Joseph Pérez, al inicio del reinado de Carlos I Castilla era la nación dominante. Dentro de la doble monarquía de los Reyes Católicos, Castilla era más importante por extensión, población y riqueza. Este último factor se debía a la exportación de lana, producida a través de la ganadería trashumante organizada en la Mesta y que articulaba tres puntos esenciales: las ferias de Medina del Campo, el Consulado de Burgos y los armadores de Bilbao. Una red comercial hegemonizada por los grandes comerciantes de Burgos, quienes serán firmes opositores de la revuelta comunera, como veremos más adelante.

El proteccionismo de dicho sector por parte de los Reyes confrontará con los intereses de la pujante industria textil. Está registrado que en Segovia en la segunda década del siglo XVI había 20.000 personas empleadas en la industria textil, propiedad de unas 30 ó 40 personas, que empleaban a dos tercios de la población trabajadora segoviana.

Así, Castilla experimentó durante el siglo XV un aumento poblacional que solo se truncaría con las grandes epidemias de 1596. Hay un doble movimiento migratorio: del norte hacia la meseta y el sur, y del campo a las ciudades. Florecen ciudades como Valladolid, Palencia y Segovia, pero también Salamanca, Medina de Rioseco, Toledo, Sevilla…

Políticamente, los Reyes Católicos trataron de establecer la autoridad del Estado potenciando el Consejo Real y debilitando las Cortes. Este último órgano era en teoría la representación del reino y última autoridad en la fijación de impuestos directos. Elegido por los regidores de 18 ciudades, se trataba de un mecanismo de elección muy restringido que permitía que los Procuradores en Cortes pudieran ser presionados por la Corona (la cual por lo demás convocaba dicho órgano lo menos posible). La nobleza y la burguesía se encontraron excluidas del centro de decisiones políticas, si bien sin coste económico: la primera no vio peligrar su prestigio y potencial territorial, y la segunda tenía vía libre para comerciar con el extranjero. Así, los tres poderes se beneficiaban de la exportación de la lana, y por otro lado la Mesta hacía partícipes a los pequeños ganaderos. Dicho equilibrio de intereses permitía suavizar los dos antagonismos centrales de la época: una nobleza excluida del poder político por la Corona y una burguesía fracturada entre manufactureros textiles y exportadores, a los cuales habría de sumarse un tercero: la de los mercaderes del interior contra los comerciantes de Burgos.

Juan de Padilla

Juan de Padilla

Estas contradicciones aguardaban, latentes, hasta que la crisis de 1504-06, generada por malas cosechas y agravada por la presión fiscal de la Corona, provocó que afloraran. Ya en 1507, el futuro comunero Gonzalo de Ayora contemplaba en una carta la posibilidad de una revuelta armada contra el rey Fernando de Aragón. Los años posteriores observaron una espectacular caída de precios que llegó a su punto culminante en 1521. Las regiones económicas de Burgos y Andalucía pudieron suavizar la crisis por su relación con el comercio internacional, pero la región central vivió una gravedad extraordinaria. Ya desde 1504 se produjeron protestas de comerciantes del interior contra el monopolio de facto de los exportadores burgaleses y los comerciantes genoveses, quienes absorbían la mayor parte de la lana. Estas protestas van coincidiendo a la vez con las quejas de los artesanos y pequeños industriales del sector textil, con quien comparten adversario. No es casualidad, por tanto, que el núcleo de origen de la revuelta comunera tuviera lugar en torno a Valladolid y Toledo.

A la crisis económica hay que sumarle la inestabilidad política que sufría Castilla desde la muerte de Isabel I, que había dado lugar a veinte años de gobiernos transitorios y regencias (Felipe el Hermoso, Cisneros, Fernando el Católico…). El Estado que los Reyes Católicos trataron de edificar se tambaleaba, y el vacío político dio lugar al resurgir de ambiciones de la nobleza. Una crisis de régimen en toda regla, como lo caracteriza Joseph Pérez.

Este contexto de inestabilidad y frustración de expectativas es el que encuentra Carlos I a su llegada en octubre de 1517. Rodeado de una Corte dominada por flamencos o españoles corruptos (algunos expulsados por Cisneros y retornados ahora desde Bruselas con honores), Carlos fue nombrado en 1519 el sucesor imperial de Maximiliano al frente del Sacro Imperio romano germánico. Para financiar dicho nombramiento, el Estado trató de aumentar la presión fiscal, para lo cual convocó las Cortes (como hemos dicho, última autoridad en la materia) en Santiago de Compostela, si bien con poco éxito: los procuradores desconfíaban de la nueva política imperial y se negaron a sufragarla con más impuestos locales. El rey suspendió las Cortes y volvió a convocarlas, esta vez en La Coruña, pero esta vez las preparó convenientemente, comprando las voluntades necesarias. Una vez que su posición se impuso en las Cortes y logró aprobar el servicio fiscal deseado, marchó hacia su coronación de inmediato.

Estos sucesos provocaron una protesta antifiscal del ayuntamiento de Toledo, que rápidamente mutó hacia otro terreno de debate: la política que se pretende financiar es una política imperial que sacrifica a Castilla en aras del imperio, tanto económica como políticamente. A esto hay que sumarle que Carlos I era visto como un monarca extranjero (apenas hablaba castellano), y había depositado en cargos importantes, tradicionalmente dominados por la oligarquía castellana, a flamencos encabezados por Chièvres. Entre ellos, su sobrino Guillermo de Croy, que fue nombrado Arzobispo de Toledo (es decir, sucesor ni más ni menos que del Cardenal Cisneros), o Adriano de Utrecht (el futuro papa Adriano), que fue nombrado regente durante la ausencia de Carlos I para su coronación como Emperador.

A esta protesta toledana se suma la voz de Salamanca, que adopta un texto elaborado por un grupo de franciscanos, agustinos y dominicos de su Universidad en oposición a las Cortes de la Coruña convocadas manipuladamente por el Emperador. En dicho texto aparece por primera vez la noción de Comunidades, término que aluda a las colectividades locales (municipios, universidades…) pero que tiene resonancias hacia el pueblo, el común, en oposición a los privilegiados. Pronto se opondrá el término “comunero” al de “caballero”, apelando por tanto a lo que Joseph Pérez identifica juiciosamente como el tercer estado.

Efectivamente, en muy poco tiempo la palabra Comunidad comienza a designar al poder popular, insurreccional y revolucionario, comenzando a transmutarse el movimiento comunero e iniciándose una segunda etapa del mismo. Padilla es aclamado a su salida de Toledo, en una manifestación que se convierte en revuelta. Mientras los regidores y los caballeros se refugian en el alcázar, las masas se apoderan de los poderes locales, los predicadores llaman al pueblo a unirse contra los flamencos y sus cómplices corruptos y se inicia un poder popular que va tomando los poderes municipales. Los delegados (diputados) de los barrios de Toledo forman un nuevo concejo municipal. El 31 de mayo de 1520, finalmente el corregidor abandona la ciudad, tomada por la Comunidad.

Antonio de Acuña, Obispo de Zamora y Arzobispo de Toledo

Antonio de Acuña, Obispo de Zamora y Arzobispo de Toledo

La marcha del rey hacia su coronación como Emperador ayuda a que los disturbios se extiendan. Por todos lados, los procuradores que vuelven de las Cortes de la Coruña pagan su traición ante multitudes llenas de ira. En los casos más livianos, encuentran el reproche; en los más duros, la muerte. Segovia es la primera en seguir a Toledo: el 29 de mayo la población lincha a un funcionario defensor de la Corona y al día siguiente estrangula a un procurador que defendía su posición en favor de Carlos I en las Cortes de la Coruña. En Zamora, el conde de Alba de Liste organiza un tribunal contra los dos procuradores que habían apoyado al rey, evitando así la sangre. Burgos vive una situación similar a la segoviana: la multitud lincha a los representantes de la autoridad y toma mansiones de notables, quemando la casa del hermano del Obispo Mota, el valido del rey que había preparado las Cortes de la Coruña para que vencieran las posiciones de Carlos I. En Guadalajara, el pueblo rodea la mansión del duque del Infantado y destruye hasta los cimientos las casas de los procuradores traidores. Otros altercados menores se viven en León y Ávila, ciudad esta última donde los comuneros deciden situar su Junta.

En esta situación general de disturbios e inquietud, el 8 de junio Toledo llama a las ciudades con representación en Cortes a una reunión para imponer cinco puntos contra la política real. Los predicadores llamaban desde los púlpitos a la rebelión: un dominico proclama en Valladolid una apología de los rebeldes toledanos y segovianos, aludiendo a que el rey “ha comprado con dinero el imperio”. El movimiento va cada vez más allá de una mera protesta antifiscal. Circulan ideas radicales, como la conversión de las ciudades castellanas en ciudades libres al estilo italiano o incluso el destronamiento de Carlos I. El regente Adriano estudia convocar una Junta en Valladolid para acallar las protestas, pero Toledo responde convocando a las ciudades a enviar procuradores a una Junta en Ávila, desafiando al poder real.

Los epicentros del levantamiento tienen además una dimensión simbólica. Toledo, lugar de nacimiento de la primera Comunidad, es la capital religiosa. Segovia, la segunda en levantarse, es, como hemos visto, uno de los puntos centrales de la industria castellana. Y Salamanca, que dio legitimidad intelectual a la protesta, era, con su Universidad, el núcleo de erudición de Castilla (tanto es así que varias actas claustrales de la época fueron “desaparecidas”).

El cardenal Adriano, regente en ausencia del rey, comete errores tácticos importantes, como iniciar medidas represivas contra los agitadores segovianos que se vuelven en su contra. El alcalde Ronquillo trata de aislar Segovia para impedir su aprovisionamiento, provocando sencillamente la adhesión popular a los jefes de la Comunidad y a Juan Bravo, quienes además piden auxilio a otras ciudades, poniendo en pie Toledo una milicia popular encabezada por Juan de Padilla, y lanzando la Comunidad de Madrid un impuesto especial para financiar armas y soldados con idéntico fin. La guerra entre el Estado y las Comunidades está servida.

Ejecución en Villalar de los líderes comuneros Padilla, Bravo y Maldonado

Ejecución en Villalar de los líderes comuneros Padilla, Bravo y Maldonado

El regente Adriano, asustado, trata de utilizar contra Segovia a la artillería real, situada en Medina del Campo. Pero dicha ciudad no estaba por la labor. El capitán general enviado por Adriano, Antonio de Fonseca, encuentra que la población de Medina del Campo impide el paso de sus tropas a la ciudad. En otra pifia táctica garrafal, a Fonseca se le ocurre provocar un incendio en la ciudad, a ver si así los ciudadanos se preocupan por salvar sus posesiones en lugar de hacer frente a su ejército. El resultado es que Medina es casi destruida, y el incendio no solo quema las posesiones de los mercaderes (almacenadas entre ferias en el convento de San Francisco, quemado por las llamas), sino que prende también la indignación de castellanos por todo el reino.

El incendio de Medina produce nuevas revueltas en ciudades que hasta ahora no habían sido escenario de protesta, como Valladolid, donde el día que se conoció la noticia de la quema de Medina la multitud asaltó la casa del capitán Fonseca, del recaudador de impuestos y del procurador, iniciando un gobierno popular al estilo de Segovia y Toledo. Una comunidad donde convivían algunos notables, preocupados por mantener el orden, junto a comuneros revolucionarios.

Mientras tanto, las milicias comuneras de Toledo, Segovia y Madrid entran en Medina del Campo aclamados por la población, y apoderándose de los cañones ansiados por la corona.

Simultáneamente, la población de Tordesillas se subleva, forzando la puerta del palacio de Doña Juana y logrando que ella misma reciba a una delegación comunera. La comunidad de Tordesillas pide entonces a Padilla para que acuda a “liberar a la reina de los tiranos”. Días después, Doña Juana proclama ante Padilla “estad aquí en mi servicio y avisadme de todo y castigad los malos que en verdad os tengo mucha obligación”. Una promesa que no tardaría en romper, pero que en ese momento dota de autoridad al movimiento comunero.

Investido por esta autoridad, Padilla convoca la Junta de comunidades en Tordesillas a finales de septiembre, a la que acuden procuradores de 14 ciudades: Burgos, Soria, Segovia, Ávila, Valladolid, León, Salamanca, Zamora, Toro, Toledo, Cuenca, Guadalajara, Murcia y Madrid.

En declaración solemne, la Junta pasa a llamarse Cortes y Junta General del reino y declara que defenderá, con las armas si fuera necesario, “para que las leyes de estos reinos y lo que se asentare y concertare en estas Cortes y Junta sea perpetua e indudablemente conservado y guardado”. Joseph Pérez observa con finura que detrás de estas líneas podemos vislumbrar un hecho de importancia: la sustitución de la voluntad del soberano -al menos temporalmente- por la voluntad del reino expresada en sus representantes. En cierto modo, podemos intuir un precedente histórico evidente de la noción de soberanía popular. De hecho, poco después de este juramento, el 26 de septiembre la Junta se declara única autoridad, desposeyendo de sus funciones al Consejo Real y expulsando a sus miembros de Valladolid. Estamos, pues, ante una auténtica revolución.

Carlos I, preocupado por la evolución de los hechos y aconsejado por el cardenal Adriano, toma dos grandes decisiones: renunciar al impuesto aprobado en las Cortes de Santiago-Coruña que había dinamitado los hechos y nombrar dos gobernadores de la aristocracia castellana para introducir de nuevo a los Grandes en el gobierno del reino. Así, logra introducir contradicciones en el movimiento comunero, trata de ganarse a las ciudades que aún no han tomado posición y reprime con mayor eficacia a las que se han levantado.

Los comuneros empiezan a ver sus primeras derrotas. No pueden evitar la recomposición del poder real. Contra los deseos de los Comuneros, Doña Juana rehúsa a disputarle el trono a Carlos I. Burgos abandona el movimiento, adhiriéndose al poder real. La ayuda financiera de Portugal primero, y prestamos bancarios después, salvan al rey de la catástrofe económica y le permiten levantar un ejército, nutrido por la alta nobleza castellana. Durante octubre y noviembre de 1520, realeza y comuneros organizan, cada uno por su lado, sus ejércitos. De los primeros, los cronistas de la época lo describen como un “ejército de caballeros”. De los segundos, sabemos que son milicias populares (con algún componente pintoresco, como el batallón de 300 sacerdotes zamoranos capitaneados por el obispo Acuña -condenado por el Papa por dichas acciones a petición del cardenal Adriano-) y una pequeña vanguardia mercenaria. En este contexto los comuneros deciden sustituir a Padilla por don Pedro Girón como capitán general del ejército comunero, señor de mayor poder y experiencia militar.

No dura mucho Girón en el cargo. El ejército real logró tomar Tordesillas el 5 de diciembre de 1520, aprovechando que el ejército comunero había despejado el camino del sur al dirigirse al oeste a tomar Villalpando. Esta es la primera derrota seria comunera. El poder real se reconstruye en Tordesillas, donde además 13 procuradores de la Junta comunera han quedado presos. Los sectores populares y radicales consideran que los sectores señoriales del movimiento no han hecho lo suficiente por salvar Tordesillas. Entre acusaciones de traición, Pedro Girón abandona la causa.

Es este un rasgo esencial de esta etapa del movimiento comunero: el protagonismo cada vez mayor de sectores populares. Durante la evolución del conflicto se van sucediendo diversas revueltas antiseñoriales por el campo castellano, que la Junta comunera no desautoriza. Ya no estamos, por tanto, ante una revuelta meramente política, sino ante un movimiento popular que se rebela contra estructuras sociales heredadas del pasado.

Tras la derrota de Tordesillas en noviembre de 1520, los comuneros pierden fuerza. Soria y Guadalajara abandonan: de las 14 ciudades iniciales, solo quedan 11. Los efectivos militares comuneros han quedado reducidos a la mitad tras numerosas deserciones. Ante esta situación, los comuneros llaman a un esfuerzo supremo: Toledo, Salamanca, Madrid y Valladolid organizan nuevos contingentes. La traicionera conducta de los Grandes, al servicio del rey, aumenta el ardor belicoso. El movimiento comunero ve crecer dos corrientes enfrentadas en su seno: la de Padilla, que pretende lanzarse a la batalla y que desconfiaba de los nobles, y la de Pedro Laso, que busca un compromiso con la nobleza y evitar la batalla. Ambos tratan de hacerse con la capitanía general del ejército comunero. No se trata de una mera rivalidad personal o de una divergencia táctica, sino de los modos de entender las finalidades del movimiento comunero.

Diversas batallas se producen. Padilla trata de recuperar Burgos infructuosamente. Mientras tanto, el obispo Acuña ataca a los señores en la comarca de Tierra de Campos, en lo que Joseph Pérez observa una de las características más claras de esta segunda etapa del movimiento comunero: el rechazo al orden social del régimen señorial. Padilla toma Torrelobatón en febrero de 1521, en un último intento de reforzar la moral de la tropa y hacerse con un bastión en medio del triángulo Valladolid – Medina de Rioseco – Tordesillas, en el que se producían la mayor parte de los enfrentamientos militares.

La batalla final se aproxima. El 9 de abril, los canónigos ceden a la presión comunera y nombran a Acuña Arzobispo de Toledo. El condestable de Burgos abandona su refugio y se dirige a la zona central de Castilla, ocupa Becerril de Campos y se establece en Peñaflor. Padilla intenta retirarse a Toro para esperar refuerzos ante esta ofensiva, pero su titubeo será fatal: da tiempo suficiente al enemigo a acercarse, y en medio de su repliegue a Toro, tremendamente complicado por las lluvias, sufre una embestida sorpresiva de las fuerzas del condestable, que les alcanzó cerca de Villalar. Es esta la famosa batalla del mismo nombre. Los soldados de Padilla, cansados y entorpecidos por la lluvia, fueron masacrados por un ataque fulminante de la caballería real, que aprovechó su velocidad (no llegaron a esperar a su propia infantería). Mil soldados comuneros cayeron en batalla, sus líderes fueron presos. Al día siguiente, el 24 de abril de 1521, un tribunal en el mismo campo de batalla de Villalar ejecuta a los tres capitanes principales del ejército comunero: Padilla, Bravo y Maldonado. Poco a poco, las ciudades comuneras fueron cayendo. La represión contra los comuneros se extiende rápidamente.

Toledo aún resistiría más de seis meses, hasta febrero de 1522, pero el movimiento comunero estaba herido de muerte. En dicha ciudad será una mujer, la viuda de Padilla, María Pacheco (conocida popularmente como la “leona de Castilla” o “la última comunera”), quien liderará la resistencia de Comunidad de Toledo (en rivalidad con Acuña).

El 1 de noviembre de 1521, el emperador Carlos promulga un Perdón General hacia los sectores moderados del movimiento comunero. Su objetivo: lograr una alianza con los señores castellanos. 293 personas -los sectores radicales del movimiento- fueron excluidas de dicho Perdón General entre ellos María Pacheco y el obispo zamorano Acuña.

El pueblo y el movimiento comunero

La breve crónica de los eventos del movimiento comunero que acabamos de presentar permite responder a una pregunta que he escuchado en numerosas ocasiones por parte de observadores externos: ¿por qué un movimiento aparentemente encabezado por nobles es reivindicado por diversas expresiones progresistas a lo largo del tiempo?

Los hechos descritos muestran dos etapas en el movimiento comunero. Sin duda hay una primera etapa en la que tanto la nobleza como la burguesía urbana castellana se levantan contra la imposición de nuevos impuestos por parte de Carlos I, y contra la pérdida de poder que supone su nueva política imperial y el predominio flamenco en la Corte.

Pero hay una segunda etapa en la que el movimiento comunero se va convirtiendo en un movimiento antiseñorial, en el marco del cual se produce una defensa de las tierras comunales, así como la demanda de tierra. De hecho, una de las razones de la derrota del movimiento comunero es precisamente la pérdida de apoyo de muchos señores que inicialmente lo habían apoyado, y que lo traicionan por miedo a perder sus privilegios de clase a medida que el movimiento va adquiriendo rasgos populares. Es en esta segunda etapa cuando se producen algunos de los rasgos descritos más arriba: el derrocamiento del rey o la conversión de las ciudades en ciudades libres de inspiración italiana.

Así, el apoyo popular al movimiento comunero no era incondicional. Este se fue produciendo a medida que las exigencias de los capitanes se acercaban a posiciones populares, y solo a quienes las apoyaran. En el ámbito de las ciudades, los notables no tuvieron más remedio que contar con las opiniones de sus conciudadanos en las Comunidades. En Burgos, durante su breve etapa comunera, el mismísimo condestable se vio obligado a convocar a los cerrajeros y a los zapateros para escucharles. En Toledo el comendador y corregidor Juan Gaitán tuvo que ver cómo sus propuestas eran discutidas por un tejedor, un zapatero y varios pellejeros, que acabaron imponiendo su criterio. Se produjeron asambleas tumultuosas donde gente de oficios “viles” podía discutir y vencer a miembros del patriciado urbano. Ejemplos de este tipo se producen por toda la geografía.

El gran apoyo popular a Padilla, Laso de la Vega y Maldonado se debía precisamente a que eran quienes más apoyaban sus reivindicaciones, es decir, eran los más radicales. A lo largo del despliegue de la revolución comunera, los ricos y poderosos se veían con recelo, porque sus dudas parecían querer frenar el movimiento (como de hecho así terminó pasando). Por ejemplo, tras el incendio de Medina del Campo y después de la ocupación de Tordesillas, el pueblo la emprendió contra los sectores más poderosos del movimiento, considerados culpables (lo que conduce a la ya mencionada dimisión de Pedro Girón).

En la medida en que las ciudades eran ganadas por el movimiento, los notables debían apoyar las posiciones más radicales o mantenerse al margen. Muchos nobles se negaban a renunciar a su prestigio, a su autoridad, o simplemente a estar al nivel de “viles”, lo cual a su vez generaba que estos se hicieran aún más radicales. En las ciudades que acataban la autoridad de la Comunidad los regidores pasaban a un segundo plano. Normalmente no se les llegaba a expulsar pero se les exigía rendir cuentas y compartir el poder con diputados elegidos por el pueblo, así como informar en asambleas generales, donde todo el mundo tenía derecho a expresarse y emitir su voto. La mayor parte de los caballeros se fueron de las ciudades, de hecho, para no aceptar tal humillación.

Se produjo, por tanto, un traspaso de poder de la oligarquía al pueblo llano. Incluso en algún caso puntual hubo líderes “viles” como Bobadilla en Medina del Campo, si bien eran ciertamente excepciones. Las masas urbanas rechazaban a las élites tradicionales pero raramente se postulaban como líderes, más bien estos solían surgir de capas medias de la población.

Los caballeros se encontraban la mayor parte de las veces enfrentados a los comuneros, por temperamento y porque eran las primeras víctimas de la revolución.

En cuanto a la Gran Nobleza, mantuvieron una actitud expectante durante la primera fase de la sublevación (que no iba contra ellos sino contra el poder real). Ahora bien, en una fase posterior, la revuelta adquiere un carácter antiseñorial y la Junta empieza a dirigirse contra los mismos.

Así, el movimiento comunero presenta un carácter inequívocamente popular y revolucionario, como muestra el carácter protagonista de profesionales de oficios manuales, los cuales eran considerados viles en la época, o determinadas reivindicaciones de las Juntas comuneras, que luchaban por elementos como el voto por cabeza y no por estamento, o dirigirse al Rey como “nuestro vasallo” o negarle el título de Majestad.

El historiador Henry Kamen lo explicó así: «Como en ella estaba representada una clara mayoría de las ciudades de las Cortes, y a los nuevos procuradores se los había elegido por votación popular, la Junta consideraba que representaba la auténtica voz de la nación. Además, la Comunidad no era un movimiento exclusivamente urbano, sino que gozaba de gran apoyo entre el campesinado” (Kamen, p. 135).

No en vano Miguel Martínez (2021) ha documentado en su brillante obra Comuneros. El rayo y la semilla (1520-1521) cómo la palabra Revolución, metáfora procedente de la astronomía, comienza a usarse con connotaciones políticas en la lengua castellana antes que en ninguna otra.

La sugerente tesis de Martínez acerca de que el movimiento comunero bebió de fuentes anteriores, basadas en la contradicción entre señores y campesinos, en sintonía con la tesis de Thompson acerca de que la tradición puede ser rebelde, nos parece muy acertada.

Villalar tiene además una clara vocación internacional, como prueba el hecho de que algunos comuneros terminaron en México, país con presencia de Comunidades que algún caso también se organizan en Juntas. Se ha documentado que algunos religiosos participantes en Villalar desarrollaron influencia en las tesis de Bartolomé de las Casas acerca de los derechos de los pueblos indígenas.

¿Qué significa Villalar para la historia?

Los aspectos mencionados pueden contribuir a explicar por qué el movimiento comunero fue recuperado en la era contemporánea desde una perspectiva progresista.

Concretamente, el mito contemporáneo de Villalar nace en el contexto de las luchas entre liberales y absolutistas españoles, a principios del siglo XIX, especialmente durante el trienio liberal (1820-23). Durante esta época se constituyó en España una sociedad secreta vagamente inspirada en la masonería, conocida como Los Comuneros, quienes al parecer son los primeros en utilizar el pendón morado como símbolo del movimiento comunero. Uno de sus miembros más ilustres fue el líder liberal y héroe de la independencia española contra la invasión napoleónica Juan Martínez Díez “El Empecinado”. En 1821, tres siglos después de la derrota de Villalar, el Empecinado y Los Comuneros organizaron una expedición a Villalar para buscar los restos de los ejecutados, y el 23 de abril protagonizó el primer homenaje a los mismos en dicho municipio “por sostener los derechos del pueblo castellano”. Efectivamente, dicho día se produce su histórica visita a Villalar, en el III centenario de la derrota, que inaugura la resignificación contemporánea de la leyenda comunera.

El propio Marx, y a raíz del interés despertado internacionalmente por el triunfo de la revolución liberal de 1854 (conocida como “la Vicalvarada”) estudió el movimiento comunero en su artículo de 1854 “La España revolucionaria”, donde afirmó que “la oposición a la camarilla flamenca era la superficie del movimiento, pero en el fondo se trataba de la defensa de las libertades de la España medieval frente a las injerencias del absolutismo moderno”. Marx observa en la revuelta comunera una defensa contra la pretensión imperial de destruir los dos pilares de dicha libertad: las Cortes y los Ayuntamientos.

En los años 60 del siglo XIX el movimiento republicano español toma la herencia comunera de un modo explícito. Un año después de la Revolución Gloriosa de 1868, el Partido Republicano Democrático Federal, que contaba con figuras como Pi y Margall o Castelar, impulsó el Pacto Federal Castellano, que defendía la necesidad de un cambio de régimen hacia una república federal donde se referencia a las Comunidades y que culmina afirmando: “La sangre de los Padilla, Bravo y Maldonado que corren por vuestras venas y el ardimiento de que guardan memoria estos pueblos de las comunidades, garantizan el éxito de nuestras aspiraciones y deseos”. El propio Pi i Margall, presidente de la Iª República, afirmó que «Castilla fue entre las naciones de España la primera que perdió sus libertades en Villalar bajo el primer rey de la Casa de Austria». Nace así el federalismo castellano, ligado explícitamente a la memoria comunera.

Nueve años antes, en 1860, el pintor liberal y romántico Antonio Gisbert había pintado su conocido cuadro Ejecución de los comuneros de Castilla, que fue interpretado como una crítica a la monarquía absolutista. Esta obra inaugura el interés artístico por el fenómeno comunero, expresado en cuadros como Doña María Pacheco logra salir disfrazada de la ciudad de Toledo, merced a la generosidad de Gutierre López de Padilla (1860) de Manuel Domínguez Sánchez, Doña María Pacheco recibe la noticia de la muerte de su esposo Juan de Padilla (1860) de Gabriel Maureta y Aracil o Doña María Pacheco en la defensa de Toledo (1864) de Francisco Rica y Almarca.

Así, tanto el liberalismo de principios del siglo XIX como el republicanismo y el federalismo de la segunda mitad de dicho siglo van tomando al movimiento comunero como referencia, aspecto que se mantiene bajo la primera restauración borbónica. El 23 de abril de 1889 se celebra la primera Fiesta de los Comuneros. Ya a principios del siglo XX, José María Zorita Díez, diputado liberal por Valladolid, realizó una petición de un crédito extraordinario para conmemorar la batalla de Villalar. Similares peticiones realizaron en 1920 el Ayuntamiento de Santander y en 1923 la Casa de Palencia.

Sin ir más lejos, en la II República, el guadianesco Miguel de Unamuno realizó en la Plaza Mayor de Salamanca un discurso en el que comparaba la hazaña comunera con la expulsión de los borbones: “Salmantinos, hace cuatro siglos los comuneros se levantaron contra el primero de los Habsburgo, Carlos I de España y V de Alemania. Entonces, como ahora, se luchaba por una soberanía popular. En esta misma ciudad, en esta misma plaza y bajo este mismo cielo azul, proclamó un comunero la soberanía popular. Y hoy, en el siglo XX, hemos completado la obra que aquellos no pudieron realizar, arrojando de España al último Habsburgo: Alfonso de Borbón.”

Tal fue la importancia de la memoria comunera en el imaginario democrático y republicano, que la bandera de la II República debe su franja morada al pendón morado que los comuneros del siglo XIX habían adoptado como símbolo. Así, en el decreto de 27 de abril de 1931 que impuso la bandera tricolor, se afirma lo siguiente: “Hoy se pliega la bandera adoptada como nacional a mediados del siglo XIX. De ella se conservan los dos colores y se le añade un tercero, que la tradición admite por insignia de una región ilustre, nervio de la nacionalidad, con lo que el emblema de la República, así formado, resume más acertadamente la armonía de una gran España”.

Es precisamente en 1932 cuando el municipio vallisoletano de Villalar añade a su nombre “de los Comuneros” en memoria de la batalla.

Durante la guerra civil, se crea el «Batallón Comuneros de Castilla», cuyos miembros eran mayoritariamente castellanos y que usaban el pendón morado.

La etapa final de la dictadura franquista y la Transición contemplan un retorno del hilo comunero. El historiador José Antonio Maravall publicó en 1963 su clásico Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna. Los historiadores franquistas habían adoptado interpretaciones más favorables al bando imperial y críticas al movimiento comunero. Maravall sostuvo por primera vez la tesis historiográfica que afirma que las Comunidades de Castilla fueron más allá de una mera serie de motines, para considerar que estuvo dirigida por un planteamiento político que permite elevarla a uno de las primeras revoluciones del mundo moderno. Tesis similares sostuvieron Juan Ignacio Gutiérrez Nieto en Las Comunidades como movimiento antiseñorial (1973) o Joseph Pérez en su conocidísima tesis doctoral de 1970 La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521), publicada en España en 1977 (años más tarde publicaría una versión resumida de dicho estudio, recomendable para el lector no iniciado, bajo el título Los Comuneros).

Los mencionados estudios ayudarán a que durante la Transición se retome la inspiración comunera en el marco de las reivindicaciones autonomistas y democráticas. En 1972 se funda la librería Villalar en Valladolid, donde se presenta el poema Los Comuneros (1972), del poeta berciano Luis López Álvarez, musicalizado en 1976 por el Nuevo Mester de Juglaría, grupo de folklore castellano de Segovia.

El año 1976, y bajo prohibición del Gobierno, el Instituto Regional Castellano-Leonés convoca una concentración autonomista en Villalar de los Comuneros que reúne a cientos de personas del ámbito de la izquierda política. La Guardia Civil disuelve el evento violentamente. En respuesta, en 1977, 20.000 personas asisten al Día de Villalar, y en 1978 la friolera de 200.000 personas (González Clavero, p. 345). Desde entonces, la Fiesta de Villalar se convierte en una referencia para la izquierda.

El Estatuto de Autonomía castellano y leonés, aprobado en 1983, establece en su artículo 6.3 que la fiesta oficial de la Comunidad es el 23 de abril. En el preámbulo de dicho Estatuto se declara que: “De estas tierras surgió el clamor que, en 1520, con la formación de la Junta Santa de Ávila, se alzó en defensa de los fueros y libertades del Reino frente a la centralización del poder en manos de la Corona que encarnaba Carlos I. Si en Villalar (23 de abril de 1521) la suerte de las armas fue adversa a los Comuneros, no ocurrió así con sus ideales, que pueden ser considerados precursores de las grandes revoluciones liberales europeas. Como homenaje a ese movimiento el 23 de abril es hoy la fiesta oficial de la Comunidad Autónoma.”

En 1988, José María Aznar, entonces Presidente de la Junta de Castilla y León trató de debilitar dicha Fiesta, desplazándola a Ávila. Preguntado por los motivos, Aznar, con el proverbial gracejo que siempre le ha caracterizado, respondió que no está escrito en ningún sitio que tenga que celebrarse allí. En otro momento también dijo que “a Villalar sólo se va a dar gritos”. En fin.

¿Qué significa el movimiento comunero hoy?

Hasta la llegada del COVID, la Fiesta de Villalar ha sido un encuentro de movimientos sociales y organizaciones políticas, sindicales, feministas y ecologistas, reivindicativo, alegre y solidario. Un par de días al año, la izquierda de la Comunidad toma la campa de Villalar para llenarla con conciertos, vino, sopas de ajo y mucha reivindicación. Cada año la izquierda de la Comunidad canta los versos de López Álvarez al son del Nuevo Mester de Juglaría y con uno o dos vinos quizá en el cuerpo, proclama el glorioso “comunes el sol y el viento, común ha de ser la tierra, que vuelva común al pueblo lo que del pueblo saliera”, para poco después lamentar que “desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar”. Cada año, los representantes de la Junta aparecen tímidos, antes de que la campa se llene de viejos y jóvenes izquierdistas, como pequeños mamíferos durante la época de los dinosaurios, para pronunciar su parco discurso ante unos medios de comunicación mayoritariamente comprados por la publicidad institucional de la Junta. “No es necesario comprar los medios, basta con ser su mejor cliente”, dicen que afirmó Miguel Ángel Rodríguez, director de comunicación de Aznar en Castilla y León y actual asesor de Isabel Díaz Ayuso. “Ha comprado con dinero el imperio”, decían los clérigos de Carlos I.

Ahora bien, más allá de los eventos festivos una vez al año, ¿qué puede decirnos hoy la tradición revolucionaria comunera?

De las ideas expresadas en este artículo podríamos concluir tres ejes de la tradición comunera expresados en lenguaje del presente: la propuesta democrático-republicana frente al autoritarismo, la reivindicación del principio federal frente al centralismo, y la autoafirmación del común frente a las élites.

Los comuneros expresaron la voluntad de que los deseos de la nación, y solo estos, fueran quienes rigieran la política, frente a los caprichos de un soberano. De hecho, la Ley perpetua de Ávila puede ser considerada un precedente del constitucionalismo moderno.

En la actualidad, Castilla y León, al igual que Castilla-La Mancha y otras regiones españolas como Extremadura, pertenecen hoy a la llamada España vaciada. Esto no es un hecho casual, sino una consecuencia del plan económico del capitalismo actual. La dorsal de desarrollo del capitalismo europeo no pasa por Castilla, región triplemente periférica de la que apenas se salva algún pequeño resto industrial en peligro constante de desaparición.

Mientras se acumulan las noticias de deslocalizaciones y cierres de industrias, la estrategia de desarrollo de Castilla y León se fundamenta en tres ejes: la absorción de residuos de las grandes urbes, proyectos de minería extractivista que destruyen el tejido agroganadero local y el medio ambiente a cambio de unos pocos años de empleos y las macrogranjas que nutren a las grandes ciudades de carne a costa de pulverizar a nuestra pequeña ganadería extensiva y a nuestra ecología. En resumen, quieren que seamos el vertedero, la mina y la macrogranja de Europa, a costa de un modelo de megaurbes insostenible económica y ambientalmente.

Esta estrategia, además de injusta y nociva, es inútil. La población de Castilla y León continúa descendiendo en número. Las y los jóvenes se ven forzados a emigrar a grandes ciudades de España o del extranjero. En los últimos 10 años hemos perdido 150.000 habitantes. Y la tendencia para el futuro es desastrosa: el INE pronostica una caída de 240.000 habitantes, el 10% de nuestra población, en los próximos 15 años.

El nuevo Carlos I es hoy el neoliberalismo. Una Unión Europea encabezada por Alemania es el nuevo Sacro Imperio Romano Germánico que engorda los beneficios de los de siempre a costa de los pueblos y ciudades de nuestra tierra.

Al igual que hay dos concepciones historiográficas enfrentadas acerca de los Comuneros, hay dos formas también antagónicas de entender dicho movimiento en el presente.

De un lado, aquellos a quienes incomoda la memoria de Villalar, que provocarán un par de eventos institucionales presididos por Felipe VI de Borbón.

Del otro, quienes heredan la tradición revolucionaria de lo que Joseph Pérez llamó “la primera revolución democrática y constitucional de la historia”: los comuneros que exigían el voto por cabeza y no por estamento, los miembros de oficios viles que se atrevieron a tratar de igual a los notables, las Comunidades que se negaron a ofrecer al Rey el título de Majestad, la Junta que proclamó una Ley por encima de cualquier monarca. Pero también los liberales que se enfrentaron a Fernando VII, los republicanos que trataron de construir una España federal, los milicianos de la Guerra Civil que combatieron el fascismo, los ciudadanos que, bajo la dictadura, se jugaron el pellejo contra Franco o los agricultores que hoy se levantan contra la mina de uranio que una multinacional pretende instalarles en su tierra.

Todo esto es también Villalar.


REFERENCIAS

González Clavero, M., «Fuerzas políticas en el proceso autonómico de Castilla y León 1975 – 1983»

Gutiérrez Nieto, J. I. (1973). Las Comunidades como movimiento antiseñorial: la formación del bando realista en la guerra civil castellana de 1520-1521. Planeta.

Kamen, H. (1984). Una sociedad conflictiva: España, 1469-1714. Alianza Editorial.

Maravall, J. A. (1997). Las Comunidades de Castilla. Una primera revolución moderna. Altaya.

Martínez, M. (2021). Comuneros. El rayo y la semilla (1520-1521). Hoja de Lata.

Pérez, J. (1977). La revolución de las Comunidades de Castilla (1520-1521). Siglo XXI.

Pérez, J. (1999). Los Comuneros. Historia 16.

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