Carlos Barrio es historiador

Antonio Gramsci falleció el 27 de abril de 1937, unos días después de ser liberado de la cárcel fascista donde había estado encerrado desde el 8 de noviembre de 1926. Muchos asociarán la figura del italiano con la política, motivo por el que fue encarcelado, pero más allá de las siglas del Partido Comunista Italiano hay un hombre que destacó en muchas otras facetas, sobre todo en la de historiador. Gramsci formó parte del selecto grupo de intelectuales, que se puso manos a la obra para renovar la historia en la Europa de entreguerras. Junto a él Geyörgy Lukàks, Karl Korsch y Walter Benjamin. Para Josep Fontana: “La influencia del pensamiento de Gramsci fue decisiva para la aparición y desarrollo en Italia, después de la segunda guerra mundial, de unas corrientes de historiografía marxista vivas y abiertas, no dogmáticas, que contrastaban con la esterilidad del marxismo escolástico. La experiencia de los años de posguerra consolidó en Italia la idea gramsciana de la historia como instrumento de análisis y comprensión del presente, como condición de una prospectiva de transformación social, en que la crítica del pasado se transforma en superación de este”.

Hace falta esta introducción para explicar el devenir de numerosos historiadores, de especial manera en Inglaterra, pero también en Francia. En el país galo destacó Pierre Vilar, genial hispanista cuya Historia de España sigue siendo imprescindible a pesar de haber sido publicada en los años setenta. En Inglaterra, por su parte, estaban Christopher Hill, E.P Thompson o Eric Hobsbawn. Lejos del economicismo ortodoxo, estos intelectuales se interesaron por la cultura o la literatura, publicando libros imprescindibles, como por ejemplo La formación de la clase obrera en Inglaterra (Thompson). Fueron privados de alcanzar cargos importantes en la Universidad y se sabe que Hobsbawn fue investigado por los servicios secretos de su país por su militancia comunista. Este último siguió perteneciendo al partido a pesar de la grave crisis que se originó tras la invasión soviética de Hungría en 1956. Eso sí, a pesar de no romper el carnet comunista su postura, que muy bien se puede seguir a través de sus obras, fue muy crítica con la URSS. Y es que uno de los mayores legados que nos pudieron hacer estos estudiosos fue el de no considerar a la Unión Soviética como una suerte de fin de la historia marxista. A pesar de los horrores y los errores que se vivían más allá del telón de acero, estos historiadores continuaron con su labor progresista “defendiendo un humanismo socialista e iniciando la movilización contra las armas nucleares”.

El pasado 24 de abril, Enric González publicó un curioso artículo en El País. El considerado maestro de periodistas narraba su historia personal con el comunismo, pero también la de su padre, Francisco González Ledesma. Decía cómo el desencanto se había apoderado poco a poco de ambos ante las atrocidades cometidas en nombre de esa doctrina. No podía faltar la equiparación final entre fascismo y comunismo a través de la figura de Putin. Todo un encaje de bolillos habitual en la prensa occidental. Putin ha evolucionado, siguiendo estas teorías, de oficial del KGB al nuevo Hitler. El círculo se cierra con el tópico final: es lo mismo.

Es normal que muchos militantes y simpatizantes hayan abandonado la disciplina de partido. Y más cuando esta se convierte en una gigantesca camisa de fuerza, que encorseta el pensamiento disidente. La nómina de personas que pasaron por las filas del PCE y se acabaron embarcando en el desencanto es amplia, al igual que en cualquier otra formación de izquierdas, pero eso no significa que se dejase todo por imposible o que se llegase a reduccionismos de semejante calibre. 1968 fue un año clave, donde se ve que los partidos comunistas no están a la altura, no ven la demanda democratizadora de la sociedad. Se ve en París, se ve en Praga. Ante eso, el abandono del partido, pero no del pensamiento, como ya se ha visto con los historiadores ingleses que, ante la fosilización de las ideas, deciden emprender su propio rumbo sin abandonar la historia como herramienta fundamental.

Además, Enric González se olvida de las atrocidades cometidas por las democracias occidentales en lugares como Indonesia o Vietnam. bell hooks decía que “el ideal democrático se debilitó con la guerra de Vietnam. Antes de la guerra, las batallas por los derechos civiles, el movimiento feminista y la liberación sexual habían suscitado una visión de la justicia y el amor llena de esperanza. Sin embargo, hacia finales de la década de 1970, tras el fracaso de los movimientos de justicia social que pretendían crear un mundo pacífico en el que se pudieran compartir los recursos y en el que todos pudiéramos vivir en una vida digna, el pueblo estadounidense dejó de hablar de amor. La guerra, que causó una enorme pérdida de vidas en el país y en el mundo, había creado abundancia económica, pero por el camino dejó devastación y muerte. A los estadounidenses se les pidió que sacrificaran su ideal de amor, libertad y justicia, y que pusieran en su lugar el culto al materialismo y al dinero, lo cual favorece las exigencias de la guerra imperialista y trae aparejada la injusticia social. Cuando los líderes que habían dirigido las luchas por la paz, la justicia y el amor fueron asesinados, el país entero cayó presa de la desesperación”. Para la escritora norteamericana, la desidia política en su país vino de los propios errores y horrores del mundo democrático.

La desesperación puede convertirse en monstruo. Ante la amenaza de lo que el historiador Steven Forti llama extrema derecha 2.0 mucha gente mueve piezas, intentado equiparar ideologías, pero eso no es nada nuevo. Salvador de Madariaga fue uno de los ideólogos de la restauración borbónica. Este intelectual, que no distinguía entre fascismo y marxismo, destacó en la Alianza Democrática Española, liderada por Segismundo Casado, el coronel que había encabezado un sangriento golpe contra Juan Negrín en los últimos días de la guerra de España. Madariaga fue el primer presidente de la Internacional Liberal y abogaba por una España monárquica, que entrase en la OTAN y en el Mercado Común. Madariaga se reunió con Alsing Andersen, presidente de la Internacional Socialista, buscando un objetivo común: reunir a buena parte de la oposición a Franco, algo que se llevó a término entre el cinco y el ocho de junio de 1962 en Münich. Ese año tuvo lugar un movimiento huelguístico en Asturias que se extendió como una mancha de aceite sobre la larga noche franquista. La huelga había comenzado en las comarcas mineras asturianas, tradicional bastión del PSOE, pero el partido estaba desaparecido y unas incipientes Comisiones Obreras vampirizaban la protesta.

El alboroto llama la atención de la oposición no comunista en el exilio. Gil Robles, destacada figura de la oposición monárquica, manda al lugar a un emisario llamado Carrascal. La Unión Española contacta con los mineros y se comienza a hablar de una gran huelga antifranquista en toda España. Carrillo, al frente del PCE, está atemorizado. Estados Unidos envía dinero hacia la UGT a través de los anticomunistas sindicatos norteamericanos. Los socialistas, junto a otras fuerzas de la derecha se relamen ante la idea de un gran pacto. La idea se concibe desde la derecha y habla de una monarquía parlamentaria y democrática similar a la belga. La libertad es eso. El presente no se puede entender sin ver la letra escrita en esas fechas.

Así, podemos entender cómo se forma un gran partido demócrata con muchas figuras y donde hay muchos lugares comunes: OTAN, Europa…Cuando la extrema derecha 2.0 irrumpe en la escena hay un repliegue y una vuelta a los orígenes. El País narró las últimas elecciones francesas como un duelo donde se jugaba “el futuro de Francia y de Europa”. Ante el monstruo solo cabe la opción de la libertad europeísta y otanista, la que se imaginó Madariaga en esos lejanos tiempos donde trabó una buena amistad con el entonces director de la CIA: Allen Dulles.

Para acabar de comprenderlo todo hay que recurrir, nuevamente, al trato que se le da a la Historia (con mayúsculas). Isabel Díaz Ayuso, la política más desmelenada de la derecha light, habló el otro día de España como una nación de 2000 años “perdida con la invasión musulmana”. Buena parte de los historiadores de este país viven refugiados en torres de marfil, dorando la píldora a cierto poder, vinculado al PSOE, al que solo le interesa conmemorar hechos destacados y tirar de memoria romántica. En Asturias casi todo se resume con la rebelión de Pelayo y con el glorioso pasado de lucha obrera de la región. Lo primero interesa mucho a la derecha; lo segundo al PSOE.  Los socialistas son muy dados a tirar de hemeroteca cuando les interesa, puede que por eso se hayan acordado ahora de luchadores antifascistas como Cristino García Granda, José Antonio Alonso Alcalde y Felipe Matarranz, a los que reconocerán como hijos predilectos de Asturias. A estas figuras se les denegó la Medalla de Oro del Principado bajo la presidencia de Javier Fernández y Adrián Barbón, pero ahora soplan otros vientos y es conveniente sacar a relucir las credenciales antifascistas ante la ola reaccionaria que recorre el mundo. Obviamente, es de justicia el nombramiento, pero bajo ningún concepto se deben utilizar esos nombres para legitimar al PSOE. Y ante eso debemos obrar los que nos dedicamos a la Historia. Al igual que debemos explicar que Pelayo no fue un rey heredero del poder visigodo, sino que fue un jefe local que se rebeló por causas económicas. No pudo encabezar un movimiento de salvación de España porque ni siquiera Asturias existía. La historia de la monarquía de la región es la historia de la unión de diversas jefaturas, que van acordando pactos y tejiendo acuerdos; de Cangas a Pravia, de Pravia a Oviedo. Es la historia de unos poderes locales, que también batallan entre sí, que también se enfrentan a otros cristianos: Fruela, por ejemplo, luchó contra gallegos y vascones, mató a su hermano Vimara y acabó asesinado por los suyos; Ramiro I derrotó a astures y vascones…Los historiadores deben poner en entredicho el relato oficial, salir de las torres de marfil y mostrar a los españoles las causas de la desigualdad, que hacen posible que los ricos sean más ricos y los pobres más pobres, como si fuese la última causa perdida.

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