Israel Gómez Rodilla Presidente de la Asociación Profesional de Sociología de Castilla y León (Socyl)

Hace unos años estábamos realizando un trabajo de campo en una de las comarcas rurales de Palencia. Esta provincia, pese a no estar tan presente en el imaginario colectivo como, por ejemplo, Soria, puede clasificarse como parte de la “zona cero” de la despoblación en nuestro país. Aquellos días recorríamos pueblos vaciados, algunos de ellos con un valioso patrimonio románico, charlando con la gente del lugar. En una entrevista con un pequeño empresario del sector agroalimentario de Báscones de Ojeda en referencia al impacto de la despoblación en la comarca, éste afirmaba:

“Si es lo que quieren, que no haya nadie, los que estamos aquí molestamos porque no les dejamos hacer lo que quieren. Cuando no estemos podrán meter cosechadoras gigantes como las de Estados Unidos y cultivar cereal para pienso, para combustible, lo que diga el mercado. Hasta tirarán las casas si hace falta…”

Lo que en aquel momento juzgamos como un exabrupto nos ha vuelto a menudo cuando hemos ido observado cómo evoluciona la situación. La problemática que aquel hombre ya vaticinaba lo que el sindicato agrario COAG[1] (Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos) ha denominado la uberización del campo.

El modo de funcionamiento de la compañía de transporte UBER, de origen y capital estadounidense, ha servido para dar nombre a un nuevo, pero a la vez antiguo, modelo económico. En un primer momento, uberizar hacía referencia al contacto intermediado por una plataforma digital entre un cliente y una persona que ofrecía un determinado servicio. Sin embargo, el mismo término también ha acabado señalando un modelo en el que una empresa se enriquece del servicio que prestan unos trabajadores que no tienen una relación contractual con la misma. Un proceso que también se está produciendo en nuestro sector primario.

Tal y como señala el COAG en el informe sobre la uberización del campo, nuestro modelo de producción del sector primario está siendo transformado delante de nuestras narices y la agricultura con agricultores en el marco de una economía social agraria está siendo sustituida, o expulsada, por una agricultura con grandes empresas y empleados precarizados en el campo.

Agricultores y ganaderos se encuentran atrapados en un doble embudo. En el extremo de la entrada, adquieren sus insumos a un número cada vez menor de empresas que mediante procesos de concentración han adquirido mayor poder, tamaño e influencia[2]. En el extremo de la salida, en el de la venta de lo producido, nos encontramos otra creciente concentración.

De hecho, el mencionado informe de COAG señala que los seis primeros grupos de distribución comercial concentran el 55,4% de la cuota de mercado en España. De esta forma, los agricultores sufren una presión desmedida en la cadena alimentaria que favorece la concentración de ganancias en la cúspide de la pirámide formada por proveedores de insumos, corredores, intermediarios, mayoristas o exportadores. Márgenes de beneficio que con posterioridad son destinados de nuevo a la producción para competir de forma desleal con los agricultores en una especie de espiral diabólica. A su vez, el proceso descrito favorece la concentración de capital que da lugar al incremento del tamaño de los oligopolios que imponen precios y normas al resto de actores del mercado, incluidos los propios consumidores.

“En esta situación de integración, los agricultores y agricultoras nos podemos ver inmersos en el proceso de alineación de intereses de la cadena y convertidos en meros maquileros, con riesgo además de ser automatizados y sustituidos por robótica” (COAG, 2019: 6).

Esta situación aparece cuando entrevistamos a agricultores y ganaderos. Mueven grandes cantidades económicas en maquinaria, fertilizantes, tratamientos fitosanitarios, combustibles, etc. y también venden en gran cantidad. Pero cuando se hace el cálculo final de ingresos y gastos, el beneficio obtenido es notablemente inferior y eso cuando no hay pérdidas.

Crece la figura del agricultor o ganadero integrado. Esto es, ambos asumen la producción y los riesgos derivados de la misma en tierras y explotaciones de su propiedad. La diferencia es que firman contratos de compra venta de su producción a largo plazo con empresas integradoras, lo que proporcionaría cierta estabilidad. A cambio, reciben asesoramiento técnico, lo que se traduce en la obligación de adquirir determinados insumos productivos, de plantar determinadas variedades (previo pago de los derechos), de someterse a un control externo en el manejo, etc. Normalmente, los costes son altos porque se persigue un alto estándar de calidad y de producción. Los precios que recibe el agricultor cubren esta inversión, pero con una rentabilidad supervisada y limitada.

En este modelo, con una presencia creciente, el productor se encuentra también con la situación del doble embudo. La misma empresa que determina cuales deben ser tus gastos es la que decide cuanto debes cobrar por tu trabajo. Ciertamente, la situación se parece más a la de un asalariado, pero en este caso, no puedes cambiar de empresa fácilmente, porque la explotación sigue siendo tuya.

Además, como señala el informe de COAG, puede tener lugar otra vuelta de tuerca más dramática consistente en que las integradoras acaparen suficiente producción propia y no necesiten mantener relaciones de integración con productores o que les interese hacerse con los medios de producción (tierras o derechos sobre el agua). De esta forma, el agricultor estará abocado a enfrentarse con sus propios medios al mercado al no existir estructuras comerciales alternativas consolidadas y estar atrapados en un entramado financiero impuesto por las exigencias de estas compañías. En definitiva, acabará siendo expulsado por el modo en que el campo ha sido uberizado.

Estas técnicas de asfixiar al productor se llevan a cabo también facilitadas por el oligopolio que, de hecho, opera en la distribución comercial. En algunas entrevistas que hemos realizado se refieren a ella como la táctica Mercadona. Una vez que se ha dimensionado la explotación para responder a la demanda de un solo comprador, por ejemplo, modernizando las instalaciones recurriendo a un crédito, éste rebaja el precio de compra sin que quede margen financiero para escapar de ese abrazo poco amistoso.

Gustavo Duch[3] realiza una descripción bastante acertada del sentir de los ganadores que ven como el precio de la leche se paga por debajo de los costes de producción tras trabajar 365 días al año y a pesar de transigir con las imposiciones marcadas desde los diferentes niveles administrativos para adecuar las instalaciones, incrementar las cabezas de ganado o invertir en costosos animales mejorados genéticamente. Sin embargo, una vez que la leche es envasada y comercializada por las multinacionales que la compran, su precio se triplica o cuadriplica en el mercado.

No es de extrañar que, ante esta situación, numerosos agricultores opten por “cortar por lo sano”. En nuestro país no disponemos de estas estadísticas, pero en Francia se ha constatado que la tasa de suicidios de los agricultores es muy superior a la media nacional[4]. De hecho, en 2018 se cifró en un suicidio cada dos días. Esto es consecuencia de la situación económica a la que se ven sometidas sus explotaciones, pero también se apuntan causas culturales como la pérdida de prestigio social de la figura del agricultor y ganadero familiar.

La naturaleza de las empresas que forman estos oligopolios intensifica estas dinámicas. Se trata, en muchos casos, de empresas de carácter trasnacional, propiedad de fondos de inversión y que, en consecuencia, solamente atienden a la obtención de un creciente margen de beneficios. A menudo, esta plusvalía se obtiene rebajando la calidad del producto y empeorando las condiciones de los últimos eslabones de la cadena de producción: los agricultores y ganaderos.

El sector primario se ha convertido en refugio para fondos de inversión nacionales y extranjeros y empresas ajenas al ramo, como es el caso de las constructoras, que vienen de promover otras burbujas económicas. COAG encuentra las causas en la política europea de inyecciones de liquidez y bajos tipos de interés que conduce a una mayor disponibilidad de recursos financieros para la inversión.

Estas empresas no se caracterizan por su compromiso con un territorio ni con sus pobladores, no tienen intención de crear un tejido social y económico que sea sostenible a largo plazo ni de hacer explotaciones compatibles con la preservación del patrimonio medioambiental.

El resultado de estos procesos es que, mientras la producción agroganadera aumenta, disminuye el número de explotaciones. La explotación familiar que fija población en el territorio es sustituida por factorías mecanizadas que no generan empleo estable ni alimentos que respondan a la demanda del entorno próximo, sino que van destinados a otros mercados y se ven sometidos a las dinámicas especulativas.

El ritmo de crecimiento de, por citar un caso, las macrogranjas porcinas es paralelo a la desaparición de las pequeñas explotaciones familiares. Macrogranjas automatizadas que emplean trabajadores inmigrantes en muchos casos y siempre mal remunerados. Instalaciones que con la complicidad de administraciones locales y autonómicas se extienden por la España Vacía gracias a una regulación y control poco exigente y que han generado una importante contestación social. El dilema que plantea a las poblaciones locales es entre crear empleos en zonas deprimidas (en realidad, siempre son menos de los que se prometen) o ver disminuida su calidad de vida.

Además, como resume Duch[5], son responsables de contaminar la tierra (por los purines) y acuíferos (debido a los nitratos) o de generar resistencias a los antibióticos (por el uso abusivo en el engorde de esta ganadería industrial). De hecho, los virus se multiplican y mutan en las grandes granjas intensivas donde muchos animales malviven hacinados. Es el caso de la peste porcina africana, una enfermedad que el modo de producción de estas macrogranjas convirtió en una pandemia global, que ha supuesto la muerte o sacrificio de cientos de millones de cerdos a lo largo de la última década. Y esta es sólo una de las muchas nuevas pandemias que afectan al ganado y que, de acuerdo a la Fundación Grain[6], la industria ha propagado. El informe elaborado por esta entidad también advertía de que algunas de ellas pueden mutar para afectar a los humanos, como la gripe aviar, la gripe porcina y los coronavirus.

En definitiva, parece claro que este modelo agrario uberizado ahondará en los problemas de despoblamiento que sufre la España Vacía caracterizados por la dificultad de fijar población en el territorio, en este caso, siguiendo a COAG; los 344.000 agricultores más profesionalizados, y dará paso al incremento de empresas de servicios que realizarán inyecciones puntuales de trabajadores en los momentos que las diferentes campañas del campo lo requieran. No en vano, los últimos datos del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación publicados el pasado año muestran que en España hay un millón de explotaciones agrarias de la cuales el 93,4% tienen titularidad física y el resto jurídica. Pero este 6,6% obtienen ya el 42% del valor de la producción.


[1] COAG (2019). La “uberización” del campo español. Estudio sobre la evolución del modelo social y profesional de agricultura. Madrid: COAG.[2] Fusiones recientes como Monsanto y Bayer; Dow y Dupont; Syngenta y ChemChina, etc.

[3] Duch, Gustavo (2018). Acoso a lo rural. Artículo publicado en El Periódico de Cataluña. 04/09/2018.

[4] Pourquoi un agriculteur se suicide tous les deux jours en France? Artículo publicado en Le Fígaro. 22/02/2019.

[5] Duch, Gustavo. “22 cerdos por minuto”. Artículo publicado en CTXT. 27/02/2019

[6] www.grain.org

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