Rafael Velasco Rodríguez es presidente de Famyr

Del campo, entendido como sector primario de producción y hábitat rural de vida, se habla poco, y se escribe menos. Cuando se hace es para involucrarlo en falsas polémicas, auspiciadas por urbanitas, sin tener en cuenta a quien allí vive y sin aportarles más soluciones que seguir siendo una especie protegida en fase de extinción. Si uno ve la película del “Plantea de los Simios” tal parece que el campesinado, en su sentido agrario más amplio, son esos seres humanos que una especie supuestamente superior, en este caso quien vive en la ciudad, o bien desprecia (paletos)  o pretende conservar en una reserva, como testigos de un tiempo pasado, con un total paternalismo, sin saber cuál de las dos formas es más insultante.

A esa situación no se llega de un día para otro, pues el sector agrario desde que dejo de ser el hegemónico en la economía, en la medida que el Capitalismo se iba desarrollando como modelo de producción y de dominación, ha venido sufriendo ese arrinconamiento progresivo, donde quien a dichas tareas se dedicaba se les limitaba sus posibilidades de desarrollo, para que tuvieran que emigrar como mano de obra barata a las industrias situadas en las ciudades. Barrios de todas ciudades y villas de España están  llenas de personas que vinieron del campo para formar parte de la masa obrera que movía las maquinas de la industria. Desde ese momento la diferencia entre campo y ciudad se fue agrandando, generándose un diferente trato en acceso a servicios, posibilidades de educación etc…, y por tanto también a derechos.

El Franquismo gestionó dicho proceso con mano de hierro autoritaria, permitiendo, además, la transformación de una clase dominante terrateniente y caciquil en una clase comercial que sometía explotado al campesinado a través de la intermediación en los mercados y el endeudamiento de quienes decidieron seguir trabajando en el mundo rural. Llegada la Transición el campo fue el gran pagano del proceso de integración en el mercado común europeo, siendo sometido a una reconversión silenciosa, sin las compensaciones que se dieron, en forma sobre todo de prejubilaciones, en otros sectores productivos. Ello se rego con fondos europeos, que como en la industria fueron básicamente a manos de una casta política y social, pero destinados en Asturies, por un lado, a través de las cuotas lácteas y la Política Agraria Común (PAC) a reducir la producción a la mínima expresión, y por otro lado, a convertir el mundo rural en zonas de especulación turística, que en forma alguna permitieron ni mantener el nivel de población ni tampoco una renovación generacional de la misma. Desde entonces miles de hectáreas agrarias están yermas de cultivos, los pueblos están quedando abandonados y quienes allí deciden vivir del trabajo agrario tiene serias dificultades para logar pagar los créditos necesarios para financiar sus explotaciones. En los últimos años, tras la crisis del 2008, y ahora en particular tras la pandemia, ha habido un cierto movimiento de gente que vuelve al campo, por pura supervivencia ya que allí se puede aguantar mejor que siendo parado/a de barrio obrero, y por otro lado, en ciertos ámbitos de personas acomodadas han encontrado en el campo un lugar donde encontrar vivienda más barata, pero que no pretenden vivir de actividades agrícolas, forestales o ganaderas.

Este es, a mi juicio, de forma muy simplificada, el contexto en el que se sitúan las polémicas más recientes, donde el campo vuelve a ser usado como moneda de cambio de confrontación política, pero sin que nadie plantee una propuesta política que pueda recuperar un sector agrario y un mundo rural donde sea posible vivir dignamente y con igualdad de derechos al mundo urbano. Es más, ese abandono ancestral  ha venido generando un caldo de cultivo de frustración irremediable, pero que cuando ha venido aderezando con humillaciones y ofensas ha provocado conatos de rebeldía, que pueden ir a más, pero que según qué sectores ideológicos hegemonicen la misma puede ser una fuente de progreso para el conjunto de la sociedad o un ejército de reserva para la reacción política que hoy campa sin complejos en toda España.

La izquierda, no desde siempre, pero si desde hace tiempo ha carecido, en particular en Asturies, de una propuesta política capaz de dar una respuesta a la necesaria supervivencia del campo. Una veces ha ninguneado esa necesidad, otras veces se ha plegado a las medidas de la Unión Europea, fielmente gestionadas por el PSOE, y otras  ha intentado entrar como elefante en cacharrería diseñando un campo idílico desde las ciudades, sin contar con el paisanaje que allí vive.

En estos momento estamos en una encrucijada donde hay que decidir si el campo seguimos permitiendo que se convierta en un zoo para turistas y en un lugar meramente destinado a personas de renta media y alta donde vayan a relajarse de las tensiones de la ciudad, donde puedan teletrabajar, o, sin despreciar totalmente lo anterior, queremos sea una fuente de trabajo y riqueza agraria, que permita que se pueda no solo sobrevivir, como ocurría hasta finales de la década de los sesenta del siglo XX, sino vivir con dignidad y con igualdad de servicios y derechos que en la ciudad. Yo soy de los que creo decididamente en esto último.

Para ello se hace imprescindible una profunda reforma de las estructuras productivas del campo, en particular en Asturies, para lo cual se necesita como base por una apuesta decidida por la soberanía alimentaria y por la economía circular de proximidad. Ello implicará cuestionar y hasta desobedecer muchas de las exigencias que marca la Unión Europea. Pero ello no será posible sin una fuerte presencia del sector público que a través, tanto de financiación suficiente como de regulación de precios, permita recuperar el nivel de ingresos del campesinado. Necesitamos recuperar la intervención pública también en el campo para liberar a quien trabaja allí del dogal de la deuda bancaria y de la sumisión a los intermediarios/as de la distribución. A la par, es imprescindible superar el modelo de mera economía familiar, que hoy no permite la supervivencia, y para ello necesitamos profundizar en procesos de concentración parcelaria, de cooperativismo agrario tanto de producción, como de consumo en particular de materias primas, como sobre todo de distribución. Y como no, necesitamos el desarrollo de una industria de transformación agraria cercana a los lugares de producción, que no siga estando en manos de multinacionales, y para ello el sector público tendrá que ejercer también su autoridad. Debemos profundizar en procesos de diversificación, como pueden ser recuperar la explotación de la riqueza forestal en manos de las personas de los pueblos, para que los montes sean una fuente de ingresos complementaria a otras actividades. Y lo que, a mi juicio es básico, necesitamos servicios suficientes para tener una vida de calidad en el campo, y ello implica educación, sanidad, comunicaciones y transporte, y en ello también habrá que meter manos a ciertos monopolios que lo impiden.

Este texto pretende ser una mera aproximación a un problema complejo, para otra ocasión dejo una necesidad sustancial, pero que daría para mucho más espacio, que es la de abordar el problema del necesario encaje del desarrollo agrario y el equilibrio ecológico y la sostenibilidad del planeta. Simplemente decir, que en esto se han errado mucho los tiros desde la progresía de ciudad, y ello ha permitido que mucha gente del campo siga optando por unas derechas, cada vez más reaccionarias, como solución, cuando son esas derechas las que les han despreciado siempre y las que implementan las políticas de libre mercado para los monopolios que seguirán destruyendo el campo, si no les paramos los pies a tiempo.

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