Nacho Muñiz es coordinador de los ciclos de cine de la Cultural.

El pasado 20 de octubre se cumplieron 50 años del estreno en España de una de las películas más famosas, aclamadas, estudiadas y analizadas desde que los hermanos Lumière plantaron una cámara a la salida de su fábrica en lo que entonces eran las afueras de Lyon. Considerando todo lo que se ha hablado y escrito sobre ella desde entonces, no resulta fácil aportar algo sobre “The Godfather” que pueda interesar a quien esto lea, pero al menos lo intentaremos.

Se ha descrito hasta sus mínimos detalles muchas veces la historia que llevó desde la compra de los derechos sobre la novela de Mario Puzo (en realidad, puede decirse que fue escrita por encargo para llevarla a la pantalla) hasta el complicado y problemático rodaje. Quizás lo más sorprendente de todo el proceso de preproducción es que la elección de Francis Ford Coppola para dirigir la película fue fruto hasta cierto punto del azar: el productor Robert Evans quería un italoamericano al mando porque pensaba que el fracaso de algunas películas recientes de ambiente similar se debía a que sus directores y actores no sabían absolutamente nada de aquel mundo; por lo que sé, Coppola tampoco estaba precisamente familiarizado con los modos y maneras de la mafia (ni siquiera con los gangsters neoyorkinos de medio pelo, como su colega Scorsese), pero, al menos, era de ancestros italianos y, muy importante también, barato. Desde luego, no hay mucho -más bien nada- en las primeras películas de Coppola que sugiriera que podía ser el director adecuado para el proyecto, y su último estreno, “The Rain People”, había sido un fracaso, así que habrá que dar por buena la versión de que Evans se inclinó por él porque creía que sería fácilmente manejable y, dada su necesidad de dinero, sumiso a la producción.

Como decíamos, no hay nada -al menos yo no lo veo- en los comienzos de Coppola que siquiera sugiera los derroteros que iba a tomar su cine; si acaso, podemos considerar su trabajo como coguionista en “Patton” y “¿Arde París?” una toma de contacto con proyectos de grandes dimensiones. Era el cineasta nacido en Detroit y criado en Nueva York uno más de los productos de la cantera de Roger Corman, como tantos otros en los 60, si bien ya había dado muestras de ciertas ambiciones al fundar con George Lucas una compañía propia para producir de forma independiente, la American Zoetrope.

Todo esto hace aún más sorprendente el enfoque que Coppola dio a lo que, en principio, parecía destinado a ser una adaptación de un exitoso best-seller que recargara un poco las maltrechas arcas de la Paramount. Coppola convirtió la crónica sórdida y violenta de una familia mafiosa en una ópera cinematográfica al más puro estilo del Visconti de “El gatopardo” (sin olvidar “Rocco y sus hermanos”). No soy muy partidario de poner etiquetas continuamente a todo, pero, en mi opinión, la que en ningún caso se le puede aplicar a “El Padrino” es la de “cine negro”. Hoy en día se le pone la etiqueta de “género negro” a toda novela o película que esté relacionada, aunque sea lejanamente, con el hecho criminal; de hecho, son tantas las obras que llevan esa etiqueta que, al final, queda desprovista de significado, no indica nada sobre la obra en cuestión. En el caso que nos ocupa, “El Padrino” no bebe en absoluto de las fuentes del cine negro americano, ni del clásico ni del contemporáneo; nadie ha sido capaz de detectar en ella rastros de la riquísima tradición del género, ni en la estructura narrativa, ni en la puesta en escena, ni en sus elementos formales. Significativamente, se le ha aplicado frecuentemente el adjetivo “épica”, lo que, efectivamente, no cuadra con lo que solemos entender por cine negro, aunque, como mencionaba antes, yo creo que, si hay que escoger una definición, yo me inclinaría por la de “ópera fílmica”.

No debería resultar extraño el que Coppola se inspirara en Visconti para su puesta en escena de la novela de Puzo (para “La conversación”, su siguiente película, la referencia será Antonioni); ya desde la década anterior se hizo evidente la decadencia imparable del clasicismo hollywoodiense, y las nuevas generaciones de cineastas miraban más hacia Bergman, Fellini o la nouvelle vague que hacia Ford, Hawks o Walsh. El cine de los viejos maestros -algunos aún en activo pero en claro declive personal y profesional- se consideraba anticuado y agotado, hasta el punto de que incluso los spaghetti westerns de Leone, con sus indigestas ensaladas de tiros y primerísimos planos, habían sido acogidos con sorprendente entusiasmo por el público joven.

En este contexto resulta hasta lógico que Coppola, con su puesta en escena, transformara la historia de los Corleone en la opulenta y trágica crónica de una poderosa familia en su lucha por el poder, presidida por un Vito Corleone que ejerce de un príncipe de Salina devenido rey del crimen organizado. Todo en la película es premeditadamente excesivo y teatral, empezando por las interpretaciones de todo el reparto, con un Marlon Brando granguiñolesco -que no sobreactuado- a la cabeza, continuando con sus “hijos” Caan, Cazale y Pacino -que parecen sacados del “Rey Lear”- y con especial mención a unos espléndidos secundarios que llevan esculpida en sus rostros la tragedia de matar y morir por necesidad.

Todas el desarrollo de la película está planificado en ese mismo tono, a medio camino entre la ópera y la tragedia; la legendaria secuencia del baile de “El gatopardo” es el referente inevitable de la de la boda que abre el film, solo que hemos cambiado el esplendor de la aristocracia decimonónica por la ostentación hortera y vulgar de unos matones iletrados que han hecho fortuna en el paraíso del capitalismo por medio de una violencia despiadada, pero que a su vez aspiran al estatus de miembros respetables de la sociedad. Igualmente operística e irreal es la representación de la violencia física, desde la famosa cabeza de caballo en la cama (¿cómo se puede hacer eso sin que se entere la persona que está en la cama? No importa, el cómo no viene a cuento) hasta el atentado contra Vito y, por supuesto, el medio millar o así de tiros con los que asesinan a “Sonny” (más que a Bonnie y Clyde juntos).

Pero Coppola aún nos reserva una sorpresa antes de terminar: la secuencia final, en la que se alternan planos del bautizo del sobrino de Michael (“¿Renuncias a Satanás?”) con los de los múltiples asesinatos que ha ordenado para vengar a la familia y, de paso, recuperar el control de la mafia. Es esta una de las mejores y más eficaces aplicaciones del montaje de atracciones desarrollado por Eisenstein y va mucho más allá del simple y burdo “homenaje” que le rindió Brian de Palma años después; es la prueba de la vigencia y adaptabilidad  al cine moderno de métodos expresivos intemporales.

Esa es, en mi opinión, la causa del éxito y el prestigio de “El Padrino” -que persisten hasta hoy-: la habilidad de un director que reúne elementos formales, tanto cinematográficos como literarios, de diversas procedencias para componer una obra que, en el año 1972 y en 2022 también, se nos antoja fresca y coherente. La originalidad, ya lo decían los griegos, es irrelevante. Dicho esto, le negaron el Oscar a Nino Rota por la magistral banda sonora  de la película (se lo darían por “El Padrino II”) porque la música se basaba en otras composiciones anteriores … ¡del propio Rota!

En Hollywood no tienen ni idea de la Grecia clásica. Robert Evans me imagino que tampoco la tenía. Coppola sí.

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