Sandra Dema Moreno es profesora titular de Sociología de la Universidá d’Uviéu y participa en el Centro de Investigaciones feministas Universidá d’Uviéu

Las catástrofes y los desastres trastocan el orden establecido y nos hacen replantearnos las prioridades sociales, como ha sucedido durante esta pandemia. La emergencia sanitaria ha puesto de manifiesto dos aspectos que desde el feminismo llevábamos décadas denunciando. En primer lugar, el carácter esencial e imprescindible del trabajo de cuidados y, en segundo lugar, lo injusto y desigual del sistema de cuidados que tenemos articulado socialmente.

El trabajo de cuidados es una actividad dirigida a garantizar la sostenibilidad de la vida humana, sin la cual no podemos sobrevivir. Sin embargo, se da la paradoja de que los cuidados, a pesar de su carácter indispensable, tienen un escaso valor social y/o económico. De hecho, tareas tan básicas como alimentar a la población o cuidar a las criaturas y a las personas dependientes no son consideradas trabajo si no se realizan remuneradamente. Tampoco se contabilizan en el Producto Interior Bruto, donde sí se registran actividades como el tráfico de drogas o la prostitución, entre otras. Dando a entender que estas últimas sí son productivas y las primeras no.

familia en el campo

No hemos articulado socialmente un reparto equitativo del trabajo doméstico ni del conjunto de la carga global de trabajo que tenemos que desarrollar para sobrevivir.  Con la división sexual del trabajo, derivada del capitalismo industrial, se dio primacía a las actividades productivas realizadas mayoritariamente por los hombres en el ámbito público, ignorando y desvalorizando los trabajos de cuidados. Unos trabajos que son desempeñados fundamentalmente por mujeres, tanto si los realizan de forma asalariada o gratuita para satisfacer las necesidades propias y/o de sus familias. Al afrontar buena parte de estos trabajos en el interior del hogar y transferirlos a las mujeres individualizamos la responsabilidad, como si fuera un problema personal y no debería ser así, ya que la sostenibilidad de la vida humana es una cuestión pública que debería recaer sobre el conjunto de la sociedad. La desvalorización llega también al empleo doméstico, que constituye una ocupación casi totalmente feminizada, integrada por un porcentaje elevado de trabajadoras migrantes, que se caracteriza por unas condiciones laborales de enorme precariedad y con frecuencia forma parte de la economía sumergida.

En definitiva, tenemos una crisis de reproducción social, dado que no hemos articulado un sistema de reparto equitativo de los cuidados. El Estado, las familias, el mercado y los hombres dan por hecho que las mujeres, por el hecho de serlo, tenemos que ocuparnos de ese trabajo, con el enorme ahorro en que supone en términos económicos para el sistema. Sin tener en cuenta que, por un lado, se hace a nuestra costa, ya que en términos generales asumimos más carga global de trabajo que los hombres, sobre todo aquellas que tienen que hacer frente a una doble jornada y, por otro, contribuye al consiguiente empobrecimiento femenino.

Mujeres delcampo Asturies

Con la pandemia, la crisis de cuidados se ha profundizado, ya que las necesidades de la población no solo no se han reducido, sino que han aumentado. Parte de lo que antes del confinamiento comprábamos en el mercado lo hemos tenido que producir en el interior de los hogares, destinando a ello una importante cantidad de tiempo y esfuerzo. Si dejamos de consumir en bares y restaurantes, o limitamos ese consumo, se incrementa el trabajo doméstico vinculado a la alimentación. Hemos suplido el consumo de ocio en el exterior con alternativas dentro de casa, muchas de las cuales requieren trabajo añadido. Se han intensificado las labores de cuidado de las personas enfermas, así como la limpieza y colada, dirigida a evitar los contagios en el hogar. También ha aumentado el trabajo para cuidar la salud integral de las personas de nuestro entorno. Si en circunstancias habituales las mujeres realizamos mayoritariamente las labores de apoyo y sustento emocional, durante la pandemia estas tareas se intensifican, teniendo que tranquilizar a quienes tienen miedo, ansiedad y/o depresión, malestares habituales en situaciones de emergencia. La escuela se ha trasladado al hogar, el centro de día, también y así un sinfín de tareas más.

Por otro lado, ha habido un desarrollo sin precedentes del teletrabajo. Si atendemos al hecho de que el empleo femenino está altamente terciarizado es probable que las mujeres estemos desempeñando más teletrabajo, como en el caso del ámbito educativo o del trabajo de oficina. Esta fórmula, que permite trabajar con horario flexible, desde el propio hogar, a simple vista puede parecer cómoda y ventajosa. Sin embargo, el teletrabajo se puede convertir en una trampa, dado que nos sobrecarga, puesto que hay que compatibilizarlo con el resto de tareas del hogar y además genera aislamiento. Sería muy problemático que se generalizara única o mayoritariamente para las mujeres.

Finalmente, la red intrafamiliar, compuesta sobre todo por mujeres, que antes de la pandemia ayudaba en el cuidado de las criaturas y/o aliviaba parte del trabajo doméstico de los hogares, ahora no puede prestar dicha asistencia, aunque muchas personas mayores siguen cuidando, poniendo en riesgo sus vidas. Otras, por su parte, están recibiendo apoyo para la realización de todas o parte de sus tareas cotidianas, como compras, comida, limpieza del hogar, o atención ante la enfermedad, lo que genera más sobrecarga sobre todo en las mujeres de edades intermedias.

En definitiva, la emergencia sanitaria nos ha hecho replantearnos las prioridades sociales, al situar las necesidades de la población en el centro y al poner de manifiesto la crisis del sistema de cuidados y lo urgente de su reorganización. A lo largo de la historia, las catástrofes han sido importantes catalizadores de transformaciones sociales y la crisis de los cuidados es uno de los principales desafíos que tenemos por delante y que deberíamos abordar urgentemente. En mi opinión, hay dos alternativas factibles y necesarias para solucionar dicha crisis, regular el derecho al cuidado y repartir de forma equilibrada el trabajo remunerado y no remunerado.

El cuidado debería ser un derecho porque es una necesidad humana, sin ese trabajo no podemos vivir dignamente, y es también una responsabilidad social, que deberíamos asumir colectivamente de forma equilibrada, no cada mujer individualmente, como si fuera su problema particular. Las empresas tienen que reconocer que se enriquecen injustamente del trabajo de cuidados, dado que se ahorran los costes de reproducción de la fuerza de trabajo realizada en el interior de los hogares. Los hombres tienen que afrontar su parte de responsabilidad por la misma razón. No se trata de ayudar, sino de implicarse plenamente en el cuidado. Y el Estado tiene que entender que para garantizar la igualdad no valen meras políticas de conciliación, que con frecuencia refuerzan los tradicionales roles de género, promueven que las mujeres asuman la mayor carga global de trabajo, ganen menos, coticen menos y como consecuencia tengan pensiones más bajas y sean más pobres a lo largo de todo su ciclo vital.

Mientras vivamos en una economía de mercado tenemos que repartir de forma equilibrada ambos trabajos, el remunerado y el no remunerado, para garantizar que todas y todos seamos proveedoras/es económicas/os y prestadores/as de cuidados en condiciones igualitarias. Pero eso no podemos hacerlo con una jornada de ocho o más horas, por lo que es indispensable reducir la jornada de trabajo y repartir el empleo. Una reducción de jornada, garantizando que cada persona pudiera vivir dignamente con su salario, permitiría repartir el empleo y el cuidado de forma efectiva y acabar con el desempleo estructural que sufre nuestro país, particularmente el juvenil, que es de los más altos de la Unión Europea. Pero, además, sentaría las bases para una sociedad más igualitaria en la que no solo tuviéramos que trabajar, sino que pudiéramos tener tiempo para vivir, para el ocio y para participar socialmente. Mientras no lo hagamos estamos poniendo en cuestión nuestra viabilidad como sociedad, especialmente grave en el caso asturiano, con tasas de natalidad de las más bajas del mundo.

En nuestra mano está que esta emergencia no se convierta en un desastre. Las políticas públicas que se articulen para afrontar la pandemia y salir de la crisis no son neutras. Si no tienen en cuenta las cuestiones de género profundizarán la desigualdad. Desde mi punto de vista, la regulación del derecho al cuidado y la reducción de la jornada de trabajo sería la mejor política pública feminista que se podría poner en práctica. Ojalá la pandemia se convierta en una oportunidad para solucionar esta deuda histórica con las mujeres.



Fotografías

Leti Cernuda – Calendariu Trandicional 2019 de LaKadarma

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